Una nueva guerra trae consigo a una futura directora en prácticas al Instituto de Nueva York.
Bajo la tutela de Alexander Lightwood, Hera pone el mundo del revés.
『alec×oc』
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—Vaya, vaya, vaya... —su voz ronca, tentativa, y practicada me congeló la sangre. Ni si quiera lo había escuchado entrar—. Pero mira lo que nos ha traído el diablo. Un angelito con el que entretenerme.
Me di media vuelta con mis dagas en las manos. Tenía una expresión siniestra, cruel, y la mirada que me dedicaba, prometía muchas cosas oscuras. Trate buscar en su aspecto cierta similitud con su hermana, más si compartía ese tono verdoso, la oscuridad y el dolor impregnados en estos, hacia que no hubiese punto de comparación.
—Cuidado, podría poner a tus demonios de rodillas —moví la daga entre mis dedos, tratando de adivinar su próximo movimiento.
—Podrías tener a todo el mundo de rodillas, Hera Hadid. ¿O debería decir señora Lightwood? —una cruda carcajada brotó de su garganta, y mi piel se erizo cuál gato a la defensiva—. Tanto solo debes unirte a mí.
—¿Unirme a ti? ¿Piensas que soy tan estúpida? —chasquee la lengua, y lancé la daga al aire, la cual dio varios giros hasta volver a mi mano—. Además yo no soy una princesa, soy un rey.
Mis últimas palabras provocaron algo en él, que tuvo repercusión en todo su cuerpo. Su torso se inclinó hacia delante de manera inconsciente, a la vez que su mirada se oscureció. Aquella sonrisa tan bonita como espelucinante me pilló de sorpresa como cada vez. Había algo tan atreyente en su oscuridad, y yo siempre había encontrado refugio en ella.
—Discúlpame. Es culpa mía por dar por hecho que eres como las demás.
El desorden de aquel lugar donde habíamos capturado a Darek, tenía nombre y apellido.
—Y disculpame a mí, por permitir que Darek te haya traído de vuelta a la vida. Seguro que en el mundo de los muertos, te sentías como en casa.
Su siguiente risa no fue cruda ni cruel. No había sido previamente ensayada para que cuadrase con su imagen del hermano cruel y despiadado. De echo, aquel sonido emitido a través de su boca había sonado como la risa de un veintiañero, que ríe las gilipolleces de un amigo mientras toman unas cañas en el bar de toda la vida. Al fin de cuentas, por mucha sangre de demonio que corriese por sus venas, y por mucho que fuese nombrado como un monstruo, Jonathan Morgenster es tan humano como yo.
—Y cuéntame Hera, ¿dónde has dejado a tu escolta personal?
—En casa. Ya sabes, el día libre estipulado en el contrato y esas cosas —le seguí el juego, intrigada por el lugar al que está conversación me llevaría. Incluso siendo consciente de que nadie conocía sobre mi escapada a hurtadillas hasta la cabaña del brujo.
—Eso, o te has escapado —insinuó, aunque sabía la respuesta. Ni en su sano juicio, cualquiera de los Lightwood o Jace me habrían dejado venir aquí sola.
—¿Escapar? Eso es algo que hacen los niños, Jonathan. Y yo nunca conté con una niñez.
—En ese caso, supongo que ya somos dos —su comentario no sonó nada alentador.