Una nueva guerra trae consigo a una futura directora en prácticas al Instituto de Nueva York.
Bajo la tutela de Alexander Lightwood, Hera pone el mundo del revés.
『alec×oc』
【actualizaciones semanales】
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Lo espío en silencio entre la pequeña abertura de mis ojos. Aprecio su corpulenta espalda y como sus músculos se mueven ajustándose a sus sigilosos movimientos. Me mantengo quieta, con el pelo esparcido por la almohada, y copio una respiración suave y pausada, similar a la que tendría una persona plácidamente dormida.
No me duele. No me...frustra. Quizás demasiado dormida como para procesar la situación, o quizás porque me lo veía venir. Ese sexto sentido femenino del que se habla algunas veces. Aún así, esa ínfima parte, por muy diminuta que sea esta, la cuál se aferraba a la idea de que esta vez él sí se quedaría, es lo que más rabia me da.
Ambos nos hemos. asegurado desde un principio de que esto, (sea lo que sea que es), no sea más que...esto. No somos un nosotros, no existe un nosotros. Tampoco hay un Alexander por un lado, y un Hera por el otro. Somos un nada dentro de un poco, sin posibilidadades de ser más sintiendo demasiado.
Esa parte masoquista de mi ser, se deleita con la imagen de un ya vestido Alexander caminando de puntillas de manera sigilosa hacia la puerta. Con su ropa arrugada y su pelo despeinado, se las apaña para abrirla sin que las bisagras chirríen como es costumbre. Cruza el umbral y con ambos pies ya fuera de la habitación se gira sobre si mismo. Es entonces cuando cierro los ojos del todo, sintiendo la adrenalina viajar por mi cuerpo.
Alexander se queda de pie un, dos, cinco, diez segundos. Quizás más incluso. Siento su mirada pesada e intensa sobre mí. Sobre mí cuerpo nuevamente desnudo, y es que recuerdo vagamente haberme despertado a mitad de la noche medio muerta de calor, y sacarme a oscuras y con los ojos cerrados tanto su camiseta como el calzoncillo que me había prestado. Así que por segunda vez, vuelvo a estar desnuda en su cama.
Lucho contra el impulso de adentrarme en su mente. La necesidad imperiosa de saber que está pensando en este mismo instante, mientras me mira desde el umbral de la puerta, con sus ojos fijos en mi cuerpo únicamente cubierto por la sábana de su cama, antes de huir una vez más.
No voy a perder mi tiempo buscando un culpable. Primeramente porque ambos lo somos. Así como al mismo tiempo somos inocentes. ¿Quién soy yo para reclamarle nada, cuando desde un inicio he sabido que el corazón de Alexander ya pertenece a alguien? Él solo me ofreció las migajas de un corazón que amó y fue amado con la misma intensidad. Leí las letras pequeñas del contrato, y firmé de todas formas. Me conformo con las migas no por falta de amor propio, si no porque yo tampoco puedo ofrecerle más allá que un par de migajas de mi libre corazón.
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