57 - Un simple pordiosero

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Día 9 del mes de Opalios.

Castillo de Owen, Región de Risent.


La oscuridad dentro del salón del castillo fue perturbada por un portal de niebla abriéndose a mitad del recinto, permitiéndole la entrada al decreto Taor, mostrando su brillante mascara de metal. Dos pasos bastaron para que la niebla desapareciera con el mismo misterio con el que se había creado. 

— Vaya — habló el decreto contemplando el lugar —. Gladius no ha perdido tiempo remodelando. 

Aquel enorme cuarto mostraba los retratos de la familia real destrozados por completo. Las cortinas de roja seda y terciopelo, estaban rasgadas, carcomidas, descuidadas, mecidas por un frío viento, mostrando las múltiples ventanas rotas que rodeaban la habitación las cuales permitían que la luz de la luna cubriera el lugar con un aspecto tenebroso rayando en lo macabro. 

La alfombra azul estaba cubierta de extrañas manchas opacas y pedazos de cristales que también cubrían la destrozada tapicería del lugar. En su tiempo, aquel salón debió ser dedicado a los invitados del rey, pero ahora, por las condiciones y el aspecto, bien podría considerarse como el vestíbulo del extinto reinado de Komodo en Bórea, la región del sur. No había velas ni ninguna clase de iluminación, dejando el lugar al cuidado de la noche. 

Al salir, Taor distinguió al final del pasillo, una luz danzante saliendo debajo de una lujosa puerta de roble, acompañada de una estridente carcajada. Envuelto en un manto negro, el decreto avanzó sin prisa entre la oscuridad y antes de tocar la perilla de la puerta, la grotesca risa se detuvo relajó.

— Pasa, pasa — escuchó tras la puerta — No debes perderte esto.

Extrañado por la repentina invitación, el decreto abrió la puerta con precaución, permitiendo que sus ojos se acostumbrasen a la fuerte iluminación del lugar.

Dentro, de pie, con una botella de vino en la mano, se encontraba, un tanto ebrio, el señor de Risent, Gladius. Él, vestido con pantalones verdes, una camisa blanca y una especie de camisón azul para dormir, tenía el cabello revuelto, incluso parecía que no se había bañado en días. No usaba calzado, mostrando sus pálidos pies. 

La habitación donde se encontraba era de lo más lujosa. La cama tenía la cabecera repleta de acabados de oro. La alfombra era de tela costosa. Las cortinas eran de una seda azul perfecta. Las varias sillas, forradas de un terciopelo exquisito. Una chimenea coronada por un escudo de armas repelía el frío del lugar. Miles de trofeos de guerra, cabezas de caza y escudos con armas, tapizaban las paredes de piedra mostrando los logros de Gladius. Sin embargo, a pesar de todos los adornos y acabados, había algo más que resaltaba en la gran habitación, algo que ridiculizaba al más elaborado detalle.

— Me alegro de verte, mira esto — invitó Gladius con su aliento alcohólico —. Contempla.

Gladius, en un extremo de la habitación, señaló el amplio suelo, sobre el cual, una cuadrícula detallada se extendía por toda la habitación, cubriéndola por completo. En ella, se observaba el trazado exacto de WindRose con sus cinco regiones: Slava, Risent, Inker, Bórea y Danke. Bien podría tratarse de un mapa perfecto, de no ser por los múltiples trebejos que agobiaban la vista del espectador. Taor, intrigado, miró con escrutinio el extraño tablero, encontrando teñidas de rojo Waterfall y San Desiré, las Órdenes de Winkel, el grande, la ciudad de Zigma, los restos del volcán Astilon y un sinfín de lugares y ciudades representativas; pero, al posar su mirada en la región de Bórea, se sorprendió al ver a una de las piezas principales, acompañada de muchas otras en el lugar que representaba el secreto y oculto castillo de Shatten. Fue entonces que el Decreto entró en razón.

Erasus DrakoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora