94 - Pertenece a alguien más

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Irídeo caminaba con dificultad por las calles destruidas de Waterfall, no por causa de las escenas de muerte y destrucción o la infinidad de escombros, si no por los recuerdos que le evocaban. A cada paso, antiguos eventos atormentaban su alma.

— No recuerdo la última vez que me sentí así — habló llevándose una mano al pecho por la presión del ambiente. 

Al cabo de un rato, tras caminar entre ruinas, llegó a lo que alguna vez había sido su hogar. Ahí, vio aquel lugar donde había formado una familia, destruido hasta los cimientos.

Buscó con la mirada, bajo un trozo de madera en el espacio donde antes existía una habitación,  se encontraba un juguete de su hijo menor, era una pelota de piel improvisada que él mismo había hecho, ahora estaba rota y podrida;  siguió observando cuando se percató de un libro de caratula roja, era de su hija, había caminado todo un día, preguntando de tienda en tienda por ese libro, era una copia de segunda mano de los cuentos de Waterfall y algunos otros de WindRose, donde se narraban historias para los niños. Levantando el libro, las hojas se abrieron en el cuento de Katrina.

Según la leyenda, Katrina es una bella mujer, de largo vestido negro de encaje, guantes largos y un sombrero repleto de rosas de múltiples colores. Ella es la encargada de llevar a los recién difuntos al descanso eterno,  se rumora que para los niños,  ella pone sobre su sombrero flores amarillas, moradas, rosas, blancas y naranjas, llevándolos de la mano a un lugar lleno de felicidad, amor y paz; para las mujeres y los hombres, solo coloca en su sombrero rosas blancas, que según se cuenta, ella acerca a los recién fallecidos y, según la manera en que estos hayan vivido, la rosa se teñiría de rojo si vivieron llenos de amor, de amarillo si fueron en sumo felices, rosa si fueron tiernos y queridos, azul si fueron sabios y precavidos, en fin, multitud de colores que solo ella sabría interpretar, pero, si la rosa se marchitaba en las manos del fallecido, era signo de una vida vil, pecaminosa y cruel, por lo que a aquella persona solo le esperaría el tormento.

— Nunca me gustó esa historia — pesó Irídeo mientras ojeaba el libro, polvoso, maltratado, viejo. 

Sin evitarlo, pasó las hojas con cuidado. Sentía nostalgia por su familia, pensando en la razón por la que él se encontraba justo en ese lugar destruido.

— La leyenda del manantial de Astilon — comenzó a leer.

Las pasadas generaciones narraban que, cada año, en el primer día de primavera y justo al terminar la temporada invernal, el hielo del cráter de Astilon comenzaba a derretirse por sus costados de forma única y poco usual. En su trayecto, el líquido naciente recoge minerales únicos de la región, dándole propiedades curativas asombrosas. A veces, el agua se acumula, creando un pequeño manantial que siempre cambia de lugar día a día hasta que el ultimo trozo de hielo se haya derretido. Aquellos que tienen la fortuna de encontrarlo a pesar de su inexacta ubicación, las bajas temperaturas y el tiempo sobre ellos, son recompensados con aguas milagrosas, capaces de vigorizar el cuerpo y curar toda clase de dolencias, aunque, claro, solo son leyendas. Irídeo, con desprecio, arrojó el libro de regreso al suelo.

— ¿Solo leyendas? — expulsó aire con burla — Aún recuerdo las rocas cortando mis pies, el cansancio al buscar una fuente maldita y seca, el dolor de mi cuerpo suplicando por rendirme. Sí, aún lo recuerdo — sacudió su cabeza para alejar los recuerdos —. Ellos están bien, ellos están bien... — se decía para tranquilizarse.

Al percatarse del ambiente viciado y sentir la pesadez del lugar, Irídeo giró el rostro y encontró sus viejas armas en lo que fue su pequeño lugar de entrenamiento. Contempló su lanza, su hacha, su espada, todas rotas, con su lustre perdido y el óxido devorándolas. Por inercia, sacó su cuchillo y lo examinó. Meditaba en su corazón todo lo acontecido cuando, alertado por sus sentidos, giró el rostro tras de sí.

— Aquí no hay más que muerte y escombros, mercenario — el hombre vió a un guerrero de armadura de placas rojas acercarse a él. 

Zaín, al ver que Irideo sujetaba con firmeza su cuchillo, se detuvo, dejando descansar una mano sobre la empuñadura de su katana.

— Lo dices como si tú hubieras ayudado a esta destrucción — Irídeo se aferró a su cuchillo.

— Hablas con verdad, sin embargo, no he venido para pelear contigo — aseguró con tristeza al verlo preparándose para luchar —. Solo estoy de paso, viendo los resultados de mis errores y cuestionando mis decisiones.

— Puedo poner fin a tu agonía si lo deseas, poeta — Irídeo levantó su cuchillo con malicia —. No dolerá, solo necesito un golpe limpio.

— Si dejas vigente tu propuesta, ten por seguro que yo mismo colocaré mi cuello sobre esa hoja afilada, pero por el momento, mi vida pertenece a alguien más — Zaín miraba con detenimiento a su enemigo, sin duda, no era un hombre cualquiera, la manera de tomar aquel cuchillo dorado era la de un asesino experimentado —. Esa arma, recuerdo a un joven portar un cuchillo igual, de hecho, ahora que lo pienso, fue en esta misma ciudad y era parecido a ti — Irídeo abrió por completo los ojos —. Descuida, no le hice daño alguno, ni a él ni a sus compañeros.

— ¿Qué?, entonces... podría ser...

— ¡Hey, Zaín! ¿Dónde estás? ¡Todo está listo, podemos irnos! — gritó Epsilion a lo lejos.

— Debo irme, fue un placer conocernos y espero que cumplas con tu propuesta la próxima vez que nos veamos — tras hacer una reverencia, el decreto dio media vuelta.

— ¡Espera! — pidió esperanzado, deteniendo al decreto —, aquel joven del cuchillo... 

— Escuché que algunos refugiados llegaron a la región de Risent, siguiendo los túneles hasta llegar al castillo de Owen — reveló Zaín.

— ¿Los túneles? — repitió Irídeo intentando asimilar la información.

— ¿Todo en orden? — Epsilion preguntó con duda.

— Hasta pronto, espero encuentres lo que buscas — sin decir más, Zaín se retiró perdiéndose entre la niebla.

— Los túneles de Waterfall — pensó Irídeo con un destino nuevo.


Erasus DrakoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora