024; el cullen que huele bien

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El sábado llegó; y con él, las mini-vacaciones de Edward y Bella a Jacksonville. Los Cullen habían partido temprano en la mañana hacia el interior del bosque, habiendo Esme dejado comida suficiente en el frigorífico para que Killian no tuviera que preocuparse por ello. Antes de marchar, Alice le aseguró que haría sonar su teléfono móvil brevemente con una llamada para que Jasper y él se alejaran de allí en coche.

Dicho animal se encontraba durmiendo en el suelo. Eran las tres y media de la tarde, y acababan de terminar su lento almuerzo.  Su fiel hueso de juguete descansando a su lado como si temiera que alguien se lo fuera a quitar en cualquier momento; Killian se encontraba sentado en el amplio sillón, sus piernas cruzadas y un libro de romance trágico entre sus manos.  Sus ojos se movían de un lado a otro con rapidez, su mente engullendo todas y cada una de las palabras en aquel papel impreso que estaban destrozando su pobre corazón a medida que la trama avanzaba.

Suspirando y apartando el libro hacia su derecha, Killian se dejó caer y miró la luz del techo. Estaba aburrido. En los últimos días, Alice había estado a su lado la mayor parte del tiempo, distrayéndolo e intentando que todo regresara a la normalidad. Rosalie lo había —prácticamente— arrastrado fuera de la casa para hacer la compra semanal junto a Esme, Jasper le enseñaba (o al menos intentaba) jugar al ajedrez tal y como había prometido, y Emmett se había empeñado en enseñarle auto-defensa. Sobra decir que era toda una escena extraña el ver a un humano de baja estatura intentar luchar contra el gigante vampiro Emmett Cullen. Por lo que al segundo día, Killian desistió. Carlisle, por otro lado, había estado bastante ocupado y sólo lo había vuelto a ver aquella mañana antes de irse. Ahora, solo sin mucho más que hacer que leer aquel libro, pudo darse cuenta de cuánto se había acostumbrado a la presencia de aquella familia. Incluso cuando la estancia estaba en silencio y ninguno hablaba, al menos sentía su presencia y sabía que estaban allí; pero ahora estaba solo.

Solo y aburrido.

La melodía proveniente de su teléfono fue como si un rayo de luz hubiera cruzado las espesas nubes negras que surcaban el cielo de Forks aquel día. Sentándose de golpe, tomó el aparato con una mano y leyó el remitente "Alice Cullen" antes de que la melodía cesara. Esa era su señal para irse. Killian se apresuró a tomar una cazadora cortavientos de color verde oscuro y agarró las llaves del coche, la correa, la pequeña mochila con algo de comida y agua para el perro, y su comida.

—¡Jasper! —llamó el joven. El animal (el cual había comenzado a correr en sueños) se despertó de golpe y buscó, algo desorientado, a aquel que lo llamaba—. Vamos a dar un paseo.

La palabra "paseo" pareció ser clave para que el canino reaccionara, dando un fuerte ladrido antes de agarrar su juguete en su boca y salir corriendo hacia el exterior. Killian lo siguió tan rápido como pudo, dirigiéndose hacia aquel elegante vehículo negro que le habían dejado ya preparado.

—Por aquí —llamó el humano al ver que Jasper estaba listo para adentrarse en el bosque. Sus cuatro patas se movieron por sí solas, no controlando cuán rápido iba y chocando con la puerta trasera del coche antes de que Killian pudiera siquiera abrirla—. Ten cuidado —dijo mientras ataba al animal con el cinturón para perros que Alice había comprado con anterioridad—, el viajo no es muy largo pero hay que tener cuidado. Prometo dejarte correr todo lo que quieras en cuanto lleguemos.

Alrededor de veinticinco kilómetros de densos y vistosos bosques verdes que bordeaban la carretera. Debajo de los mismos serpenteaba el caudaloso río Quillayute. Killian se sorprendió cuando pudo divisar una de las tantas playas en La Push, siendo la primera que veía aquella llamada First Beach. El agua de un color gris oscuro aparecería coronada de espuma blanca mientras se mecía pesadamente hacia la rocosa orilla gris. Las paredes de los escarpados acantilados de las islas se alzaban sobre las aguas del malecón metálico. Estos alcanzaban alturas desiguales y estaban coronados por abetos que se elevaban hacia el cielo. La playa sólo tenía una estrecha franja de auténtica arena al borde del agua, detrás de la cual se acumulaban miles y miles de rocas grandes y lisas que, a lo lejos, parecían de un gris uniforme, pero de cerca tenían todos los matices posibles de una piedra: terracota, verdemar, lavanda, celeste grisáceo, dorado mate. La marca que dejaba la marea en la playa estaba sembrada de árboles de color ahuesado —a causa de la salinidad marina— arrojados a la costa por las olas.

OJOS ROJOS; twilightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora