CAPITULO 8

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Salvatore.

No me arrepiento de las cosas que hago normalmente. De hecho, no puedo recordar un día de mi vida en que lo haya hecho realmente.

Bruno Caruso, mi padre, solía decirnos a mis hermanos y a mí que somos la cabeza de todo, una especie de realeza entre aquellos que quieren escalar y deben pasar por nosotros para poder hacerlo, que nadie está por encima de nosotros y que, de siquiera pensar en estarlo, tenemos los medios para destronarlos.

Crecí con esa ideología.

No pido perdón por lo que hago, mucho menos me arrepiento. No sé lo que significa, porque si hago algo es porque tengo motivos para hacerlo y la forma de sostenerlo.

La llave entre mis manos no pesa en lo absoluto, pero mis ojos no dejan de detallarla. Es fina, parece incluso antigua, denotando lo mucho que a mi padre le gustaban las cosas demasiado llamativas y arcaicas. El muy cabrón dejó que lo mataran sin actualizarse ni un poco.

Mi teléfono suena entre mis manos, esta vez no es Demetrio, lo cual me asombra un poco. El muy idiota ha estado llamando desde que salí de casa hace poco más de tres horas, dejando a su adorada piernas encerrada en mi oficina. Pensar en lo mucho que se ha metido en la vida de mis hermanos no me gusta. La investigué, no hay registros. Es como buscar una llave como la que tengo en un pozo que conduce al vacío, imposible.

—Espero que llames por algo importante —espeto al descolgar la llamada, escuchando la ronca risa al otro lado de la línea—. Si quisiera escuchar cómo te ríes...

—¿Nunca dejarás las faltas de respeto, Salvatore?

No respondo, solo ignoro la voz de amenaza del tío Aurelio, respirando hondo al tiempo que raspo con la punta de mi bota el barro sobre la tumba de mi padre.

Bruno Caruso.

«Respetable padre, adorado hermano, ejemplar jefe».

Ignoro la lápida a su costado, enfocándome en las palabras que no producen más en mí que rabia. ¿Respetable? Lo dudo. Demetrio se pasaba su nombre por el culo cada que tenía la oportunidad y papá jamás hizo más que darle un par de advertencias. ¿Adorado? Él, la tía Alana y el tío Aurelio parecían dos perros y un gato, peleando cuando se encontraban en la misma habitación. La única que mantenía el orden según lo que me cuentan era mi tía Lucrecia y la maldita de Alana Caruso la mató.

En lo único que no tengo potestad para discutir es en la parte del jefe ejemplar. Padre cumplía las reglas que él mismo impuso y las hacía respetar. Sus hombres lo idolatraban, y fue por esa lealtad ciega que le tenían que la camorra entró en crisis con su muerte. Ellos no me creían capaz de tomar el puesto, y aunque en parte tenían razón, no debían cuestionarlo y por eso los maté.

—Se aumentaron con la edad, Aurelio —respondo a secas, empujando hacia arriba la botella de whisky que tomo de la lápida de mi padre antes de beber tres tragos que pesan en mi garganta—. ¿Qué quieres?

—Iré en unos días a...

—No me importa.

—Salvatore.

—No viniste a su aniversario este año, ¿algo más importante te retuvo en España? —pregunto mordiéndome la lengua en instantes—. Eres el único que visita esa porquería de bóveda familiar.

—Estoy ocupado, y los restos de Bruno no se irán a ningún lado.

—¿No? Tal vez la próxima vez que quieras visitarlo, le hables a un montón de arena con huesos de pollo debajo.

—Que insolente —sonsaca, pero termina soltando una carcajada.

A diferencia de padre, al tío Aurelio jamás le importaron las palabras que lanzaba en su dirección. Siempre que le faltaba al respeto, él me castigaba, padre no. Padre me hacía sufrir, pero no lo consideraba un castigo, sino un entrenamiento. El tío Aurelio no me entrenaba, a su modo de ver, me corregía, inculcaba modales en mí que no servirían en un futuro para más que para estorbar.

SALVATORE [+21]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora