CAPITULO 11

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Salvatore.

Estoy acostumbrado a infundir temor en las personas, a que me miren desde abajo con ojos de cordero asustado cuando no hallan la forma de acoplarse a mi cercanía.

Me gusta cuando sucede. Disfruto notando la manera en que buscan huir o intentan encontrar una alternativa para no perder en el intento por corresponder a mí forma de atacar.

Sin embargo, no estoy tan acostumbrado al miedo y a la rabia mezclado en el mismo punto, tampoco a verlo todo reflejado en un par de ojos que un día parecen asustados y al otro a punto de atacar.

Es confuso.

Y yo odio estar en desventaja al no saber en qué punto estoy.

He visto ojos como los suyos por doquier, los he hecho llorar, sangrar, tornando el azul en un morado intenso a medida que la sangre se concentra y se chorrea por mis dedos, pero nunca he sentido la punzada en el pecho como la que siento ahora que me insta a querer quebrar esos ojos azules sin siquiera tocarlos.

Quiero las lagrimas por retarme descendiendo de esas lagunas profundas que me observan en medio del llanto, pero no es suficiente, no se siente suficiente.

Y es porque quiero más.

Quiero su maldita cabeza siendo dirigida por mí por la forma en que quiere retarme hasta hacerme ceder para que deje de intimidarla, sin saber que, cuanto más lo desea, más crecen en mí las ganas de empujar sus malditos límites para hacerla caer.

Mi teléfono suena en mi bolsillo, pero no dejo de observarla, detallando el carmesí oscuro en mis dedos opacando la tersa piel blanca que tengo a mi alcance. Es tan suave y mis dedos se deslizan por su mandíbula hasta que cedo y caigo por su cuello.

Su pulso se detiene cuando desciendo y yo mismo me paralizo con el ralentizar de su respiración que pasa de agitada a completamente imperceptible entre nosotros.

—Si dejas de respirar, te mueres —digo con un deje de burla que hace que se pegue más a los arbustos del laberinto.

Hace mucho no pasaba por aquí, me recuerda demasiado a aquellos que quiero dejar atrás como para decidir visitarlo de vez en cuando por gusto. Sin embargo, la idea de ella perdiéndose entre pasillos cruzados sin hallar una salida produce en mí ganas de intentarlo para verla retroceder y doblegarse ante mí por el miedo.

—Déjame salir —vuelve a pedir, armándose de un valor que parece desvanecerse en ella algunas veces.

Ella es difícil de descifrar, así como lo fue descifrar la salida de este lugar cuando era un niño.

—Se dice «por favor». —Pese a mis ganas de retarla, pruebo algo diferente esta vez. Algo que no es propio de mí, pero que parece devolver el color a su pálido rostro: la fingida calma—. Algo me dice, Alessia, que debo darte otra lección para que dejes de meterte dónde no te llaman.

Se paraliza, y es cuando me doy cuenta que su respiración vuelve a agitarse, levantando mis dedos al instante en que comienza a respirar por la boca mirando mis dedos sobre su cuello por encima del hombro.

Y es cuando me percato que no he dejado de tocarla.

—Yo no sabía que estabas aquí —se queja—. De haberlo sabido...

—Habrías huido como la cobarde que eres —finalizo por ella, percatándome de la manera en que sus ojos se llenan de algo similar a la duda dejando la pequeña valentía a un lado.

Mi brazo cae de su piel solo para reclinarse a un costado de su rostro, cerrándole el camino al momento en que intenta pasarme. Tengo mejores cosas que hacer, no debería estar aquí, pero algo en la forma en que quiere parecer valiente a mis ojos me hace querer instarla a que deje de fingir, a que deje caer esa máscara de fingida osadía y demuestre lo que realmente es.

SALVATORE [+21]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora