43. Mariposa azul.

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Ningning no podía respirar, la sangre brotaba por la mortal herida, sus órganos habían comenzando a colapsar, las hemorragias internas no permitieron que se pusiera de pie. Fue su hermano mayor quien impidió que ella se lastimara más de lo que ya estaba al tratar de incorporarse. Renjun la abrazó, sosteniendo su débil y magullado cuerpo con la misma delicadeza como si una mariposa estuviera descansando en sus manos.

Renjun era incapaz de llorar, al ver el rostro de su hermana, la sangre saliendo de sus fosas nasales, los moretones en sus mejillas y como sus ojos los cubrió una capa de agua salada. Ningning apenas y podía respirar, mucho menos podía permitir que las lágrimas salieran con desenfreno. Ella no podía hablar, pero era capaz de hacerlo a través de la conexión que compartían entre los tres. La princesa le pidió a su otro hermano que por favor se acercara y le diera su mano.

Nadie los atacó. Los enemigos habían bajado sus armas, se quedaron inmóviles esperando la próxima orden por parte de la reina, pero la mujer solo seguía observando la escena. La ventisca que había creado se esfumó en el momento en el que ella sintió como si algo hubiese atravesado su corazón.

Seulgi sintió el peligro y por eso levantó el rostro con esfuerzo, pero no a tiempo. Había recibido un golpe fuerte el cual le rompió el labio.

—¡Te odio! ¡Eres una maldita bruja! —pronunció Giselle y sostuvo a la reina del cabello, obligando a la mujer a verla directo a los ojos—. ¿¡Cómo te atrevas a matar a tu propia hija!?

La reina se quejó por el intenso dolor, pero sabía muy bien que nadie tendría piedad de su ser. Lo merecía, lo merecía, lo merecía. Había hecho lo que jamás quiso que pasara. Lo había hecho. Jamás había sido su intención, ella no tuvo elección. No estuvo al tanto de cuando perdió la conciencia y los golpes que le proporcionaba la pelirroja los sintió como pequeñas olas que tocan tus pies en la playa.

No era capaz de describir la sensación, aparte del dolor no sabía lo otro que le estaba por consumir. Castigo, un castigo. Ella merecía uno. Merecía la libertad que jamás tuvo. Todo estaba negro, incluso si abria los ojos la sangre que resbala por su frente tapaba su visión, y el otro ojo recibió un gran golpe, apenas lo sentía. Había quemaduras dentro de su ser, llagas, cortadas, describir no era algo que podía hacerlo tan simple.

Ella desde hace mucho dejó de sentir lo que hace a los humanos una persona, emociones, los comparaba con las heridas físicas porque no tenía otra forma de darles un significado. La maldición, tampoco sabía si seguía ahí, sí la maldición la castiga seguiría siendo un infierno sobre la tierra, pero si lo hace lo que mantiene la balanza y la armonía, entonces por fin podría descansar en paz. Seulgi solo pudo ver algunas gotas de sangre esparcidas en el suelo.

—¡Te mataré yo misma con mis propias manos! —Giselle no quería parar. Sentía como si le hubieran quitado algo más en su vida, lo poco que tenía era lo único que le importaba, y había perdido parte de ello. Las lágrimas salieron al mismo tiempo que sus puños seguían golpeando sin algún tipo de fuerza, solo era la tristeza interna saliendo a la luz—. ¡Maldita sea! ¿No ves lo que has hecho?

—Giselle, basta. —dijo Karina intentando sostener a la pelirroja, pero la chica estaba incontrolable.

Tzuyu estando cerca tuvo que ayudar a Karina y entre las dos la sujetaron, pero Giselle seguía oponiendo resistencia.

—¡Basta! ¡No demuestres ser como ella! —gritó Karina.

Giselle hizo contacto visual con la reina. Sus ojos, esos ojos, Ningning tiene sus ojos, le fue inevitable no ver a su princesa en el reflejó de la pupila de esa malvada mujer. No pudo soportarlo y se ahogó en un grito lastimero. El general del ejército del Sur se acercó a las chicas y sostuvo a su hija, dejándola llorar mientras la escondía con sus brazos. El desconsuelo de su pequeña le hizo recordar el pasado, comprendía muy bien lo que ella estaba sintiendo.

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