Capítulo 4

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Apenas había despuntado el sol cuando Jack se incorporó en su cama y se acercó a la ventana, desperezándose.

Su mirada se detuvo unos instantes en el invernadero del jardín, donde los primeros rayos reflejaban brillos de colores. Los trabajadores entraban y salían por la puerta acristalada y el chico se preguntó a qué hora se levantaban.

En otras circunstancias se detendría a contemplar el amanecer hasta que el astro rey se alzara en todo su esplendor, pero no tenía tiempo que perder. El día anterior había acompañado a su padre a reuniones sobre el negocio familiar y no había tenido ni un minuto libre. Aprovecharía que era temprano para ir a la laguna antes de que llegara Elsa.

El tiempo que pasaba solo, acompañado del silencio y el siseo del metal sobre el hielo, le hacía sentir en paz.

Cogió los patines, se cubrió con la capa y echó a andar por el sendero de piedra hacia los terrenos de su jardín. Cogió un par de melocotones para el camino y se perdió entre los habitantes más madrugadores que ya se preparaban para el nuevo día. Muchos de ellos eran trabajadores de los campos de cultivo a los que saludó y ellos le devolvieron el gesto. Le conocían bien y no solo por ser un Frost, le veían cada mañana acudir sin falta a la laguna. Desde que era un niño que seguía a su hermano con insistencia.

Siempre se había sentido fascinado por Dermin y su capacidad innata para los patines. A él le había costado caídas y magulladuras llegar a dominar la danza helada. Y algún que otro corte que le había dejado cicatriz.

Por supuesto eso era algo que no reconocía y menos delante de Elsa, que en sus inicios no había demostrado tanta torpeza como él. Ella había empezado tiempo después.

La ciudad se perdió a su espalda y las lagunas aparecieron ante sus ojos, salpicando el paisaje que se extendía ante él. El sendero se bifurcaba, dirigiéndose hacia todas ellas. Tomó uno que primero le llevaba por la del amanecer, con sus aguas rojizas, y la del anochecer, que simulaba un manto de estrellas. Solo tuvo que seguir el camino en línea recta para llegar a la que le interesaba.

Resopló con fastidio al ver que había alguien inclinado sobre la superficie pulida del lago. Al acercarse más y darse cuenta de que no era Elsa se relajó, aunque una voz en su interior le dijo que entonces no podría retarla con el nuevo salto que había estado practicando cuando ella no estaba.

No era habitual que nadie estuviera allí a esas horas, a menos que fuera ella. Se detuvo al darse cuenta de que era Kai. Estaba tan embelesado en el hielo que no se dio cuenta de que Jack se sentaba a su lado a cambiarse de zapatos.

Carraspeó, en busca de respuesta. Nada. Kai tenía los ojos fijos, absorto en su propio reflejo. Estaba terminando de abrocharse el segundo patín cuando un grito le sobresaltó.

—¡No!

Jack le miró extrañado. El chico seguía mirando el lago, pero se había apartado un poco, como si lo que viera en él le diera miedo. Se acercó, ya con los patines puestos.

—¿Kai? ¿Estás bien? —preguntó inclinándose hacia el chico.

—¿Eh? ¿Qué...? —Kai sacudió la cabeza como si saliera de un sueño.

Jack le miró con preocupación. Su turbación le extrañó. Tenía el cabello revuelto, las manos, que habían permanecido apoyadas en la escarcha del borde, tenían las puntas moradas. La nariz enrojecida y las mejillas a juego le indicaban que llevaba más tiempo allí de lo que debería.

—¿Qué haces aquí tan pronto? ¿Es que esperas a Elsa? —Jack alzó la mirada y escrutó el camino, en busca de la cabellera rubia de su rival.

—No. Nada. Solo estaba... —Kai se mordió el labio buscando alguna respuesta—. El hielo me fascina, me inspira. Quiero componer una historia que sorprenda a mi maestro.

—¿Seguro? —Jack entornó los ojos.

—¡Claro! —sonrió y miró los patines azul marino del chico—. Ya veo que vas a entrenar. Me voy, no te molestaré.

Jack asintió, algo más convencido y sin darle más vueltas, y empezó a patinar.

El viento helado en el rostro, la velocidad dándole esa libertad que tanto necesitaba.

Como si la laguna y él formaran una unidad. Y así se sentía muchas veces, como si solo pudiera ser él mismo allí. No era Jack Frost el cristalero, el heredero único de un imperio. Sino un chico al que le gustaba patinar. Esto le hizo recordar a su hermano y cuando la sonrisa amable de Dermin atravesó su memoria hizo su pirueta favorita. Se inclinó hacia delante, levantó una pierna y con los brazos extendidos dio vueltas.

Viendo el mundo pasar a esa velocidad olvidaba sus problemas, pero la herida que la ausencia de su mentor había dejado escocía. No le importaba. Durante mucho tiempo le había odiado por abandonarlo con tan solo una nota. Se había unido al rencor de sus padres. Pero después había buscado una explicación que satisficiera su ansia por saber el porqué. Las escasas líneas que conformaban la carta no le convencían, y, aunque incluso había llegado a creer a la anciana Kellina, había madurado y era consciente de que, simplemente, su hermano no pertenecía a ese lugar. Y era posible que Jack tampoco.

¿Por qué no le había llevado con él? ¿Por qué no se había despedido siquiera?

Se incorporó, juntó los brazos sobre la cabeza y los giros se aceleraron. Solo cuando se detuvo, resollando con gusto, vio por el rabillo del ojo que Kai continuaba allí. Pero Jack no le prestó atención. A veces tenía espectadores cuando danzaba en la laguna y eso le gustaba, así que decidió deleitarlo con sus mejores movimientos, sin percatarse de que un fragmento de espejo con forma de copo de nieve emergía del hielo y se clavaba en el ojo de Kai.


El origen del inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora