Capítulo 2

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Jack los vio alejarse. Ealasaid y Kai eran inseparables desde que eran niños, como él con su hermano Dermin. Suspiró mientras aceleraba sus movimientos para llegar a hacer un doble giro en el aire. Cayó con un golpe seco, que hizo que el hielo bajo sus pies emitiera un siseo cuando la punta de las cuchillas empezó a girar sobre él.

Cuando terminó la pirueta con una sonrisa de satisfacción, atravesó la laguna hasta llegar a la orilla donde se quitó los patines. Se quedó allí un buen rato, disfrutando del frío contra su piel, una sensación que únicamente podía sentirse allí, en la Laguna Helada.

Era magia.

Se colgó los patines en el cuello, la capa del brazo y, dando un rodeo, se dirigió hacia su casa.

Le gustaba ver desde la distancia los campos de cultivo. Había una zona de invernaderos, cuya fabricación se debía a su familia, la familia Frost. Sus antepasados descubrieron cómo, a partir del agua de una de las lagunas y arena de otra, podían fabricar un cristal especial, capaz de mantener frío o calor de aquello que rodeara. De esta forma, habían podido cultivar plantas y frutos que solo brotaban con un clima como el de la Laguna Helada.

Y este cristal era lo que había dado el apellido familiar, un apellido que había pasado de boca en boca, enriqueciendo a los Frost.

Su hogar estaba algo alejado de las demás casas y destacaba por ser más grande que el resto. Tenía tres pisos, un tejado carmín acabado en puntas y detalles de piedra en la fachada. Se rodeaba de un jardín donde crecían árboles que daban sombra para las tardes calurosas de verano, o para disfrutar de un buen libro un día apacible de primavera.

Una vez entró en los terrenos de los Frost, atravesando una verja en la que relucía su nombre tallado en una placa de cristal, se detuvo a coger un melocotón del árbol. El pelo suave que cubría su superficie le hizo cosquillas en la mano. Aspiró su aroma dulce antes de darle un buen mordisco. Estaba maduro y jugoso y el zumo le resbaló por las comisuras.

Se limpió con la manga —algo que su madre no aprobaría— y terminó de comérselo antes de entrar en casa.

Escuchó las risas de sus padres y sonrió. Poco a poco habían recuperado la alegría. Dejó los patines y la capa en la entrada.

—¡Ya estoy aquí! —anunció antes de asomarse al salón.

Su padre, con el que compartía aquellos ojos gris oscuro, alzó la mirada tras un pastelillo de cereza, sentado en su sillón orejero favorito. Su madre se incorporó y se alejó del piano, frente al que había estado hasta ese momento.

—¿Has estado patinando? —preguntó Anysa con condescendencia.

—Sabes que sí. —Se abstuvo de poner los ojos en blanco y cambió de tema—: ¿Qué hay para cenar?

No se le escapó la mirada de disgusto que intercambiaron entre ellos. No le solían decir nada del patinaje, pues sabían que era su pasión, pero los incomodaba y Jack lo sabía.

No quería hacerles enfadar, por eso esquivaba el tema. Pero a veces era inevitable. Se dejó caer en el sofá, junto a su padre, deseando que aquella fuera una de las ocasiones en que daban la conversación por zanjada.

—He hecho una empanada de verduras del huerto para chuparse los dedos —informó su padre acercándose al más joven.

A pesar de contar con suficientes sirvientes que se ocuparan de la casa, a su padre le gustaba encargarse de cocinar. Decía que era como un pintor o un escultor: él era un artista de los sabores. No hacía mucho que había vuelto a ello, y Jack se alegraba de poder degustar de nuevo sus exquisitos platos.

—Cariño...

El tono de su madre le hizo ponerse tenso, pero no dijo nada. Vio la disculpa en los ojos de su padre y resopló. Sabía bien que ellos pensaban igual en todas las cuestiones y aquella no era una excepción.

—Sé lo que vas a decirme, mamá.

—¿Ah, sí? —Anysa arqueó las cejas con gesto inocente.

—Cumplo con las funciones de la cristalería, tal como prometí.

—Sí, y lo estás haciendo muy bien. El otro día estuvimos hablando de ello con... —Una mano se posó en el hombro de Bastian que se detuvo y carraspeó.

—Me gusta patinar.

—Lo sé, pero, ¿no crees que le dedicas demasiado tiempo? —insistió ella.

—Es la única forma que tengo de recordarle.

Vio una chispa fugaz de resentimiento en los ojos castaños de su madre y se contuvo para no dejar fluir sus emociones.

—Con lo que nos hizo no lo merece.

Esa última afirmación había salido de la boca de Bastian, que no miró a ninguno de ellos mientras lo decía. Comprendía su dolor. Dermin los había dejado de la noche a la mañana.

Los había abandonado.

—Iré a cambiarme para la cena. No quiero recordaros al hijo al que tanto odiáis —soltó Jack, que solo quería salir de allí.

Se refugió en su habitación y fue directo hacia el cajón de su escritorio. Revolvió en él hasta llegar a la hendidura que permitía abrir un compartimento secreto. Sacó un sobre envejecido que llevaba allí tres años y lo miró en silencio.

La única explicación que había dejado Dermin antes de irse. Una carta concisa en la que decía que se iba en busca de fortuna, a ofrecer espectáculos como patinador en otros reinos en los que, quizá, como en el Reino de las Lagunas, hubiera tal vez un lago mágico congelado.

Jack se mordió el labio. Le echaba tanto de menos que se había llegado a plantear que lo que contaba la abuela de Kai fuera cierto. Era inverosímil, pero también lo era que se hubiera ido a por fortuna siendo un Frost.

Las palabras de la anciana retumbaron en su cabeza:

«A Dermin Frost se lo ha llevado la Reina de las Nieves».


El origen del inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora