Capítulo 22

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Jack caminaba a toda prisa hacia la Laguna Helada. El frasquito que pendía de su cuello alumbraba creando formas fantasmagóricas a su alrededor, junto a dos de las lunas, pues la tercera se hallaba iniciando un eclipse. Llevaba todo el día dándole vueltas al mensaje que había recibido de Elsa. Al menos le había dado todas las vueltas que había podido con la sobrecarga de trabajo que tenía.

Sus padres —en especial Coral, de eso no tenía dudas— se habían tomado muy en serio incluirlo más en las tareas empresariales, porque él era un adulto. Tal y como había afirmado para poder apuntarse al concurso. Apretó las mandíbulas mientras recordaba esa conversación y masculló una maldición por lo bajo.

Apartó esos pensamientos de sí y regresó a la nota de Elsa. El herrerillo había sido claro y conciso:

«Elsa está bien, no cree que Kai esté muerto y cuando regrese lo hará con él».

Se puso los patines mientras el mensaje se repetía en su cabeza. El hielo estaba oscuro y la superficie brilló con los destellos que emitía el frasco. Suspiró y se incorporó.

—Vamos allá —dijo con una sonrisa, como si tuviera algún espectador.

Como si estuviera ella para retarla.

Con su expresión más traviesa, atravesó la laguna en un suspiro. Repitió el movimiento varias veces para calentar y tomar confianza.

Y sucedió la magia.

El mundo desapareció a su alrededor. Ya no importaba la falta de sueño, que llevaba acosándole varios días, desde que había tenido que empezar con ese horario de locos. Los problemas se escurrían como agua entre los dedos y solo estaban el hielo y él.

El frío y su cuerpo haciendo piruetas en el silencio de la noche.

Empezó a girar sobre sí mismo a gran velocidad y Elsa se coló en sus pensamientos. Cuando giraba y su corta melena ondeaba a su alrededor. Era rápida como un colibrí y Jack imprimió más fuerza en sus patines y giró aún más deprisa.

Más y más hasta que volvió a dibujar surcos elegantes en el hielo y la escarcha a su alrededor se iluminó, al tiempo que una de las lunas cambiaba su tonalidad.

Ajeno a todo ello, el chico se preparó para iniciar un triple salto. Su pirueta estrella y con la que pensaba impresionar en el torneo.

Entonces, cuando estaba girando en el aire, escuchó algo. O a alguien.

Un susurro apenas perceptible en la noche. Un siseo que le acariciaba la piel con una frialdad que resultaba embriagadora.

«Jack...».

La llamada resultaba tentadora. Una petición. Un deseo. Una orden.

Se tambaleó cuando las cuchillas chasquearon al posarse en el suelo. Confuso, a punto estuvo de caer. Bajó la mirada y la boca se le secó. Sus pies dejaron de seguirle y la elegancia de sus gestos se esfumó ante lo que vio.

Un palacio de hielo brillaba bajo su cuerpo, como si Jack estuviera flotando sobre él. Estaba rodeado de un muro de afilados copos de nieve y a su alrededor se extendía un reino de invierno eterno.

Y, de un modo que no sabría explicar, vio algo más. Algo que no se mostraba claro bajo sus pies, pero que en su cabeza fue claro como las lunas.

Una mujer de rasgos cincelados, de ojos gélidos del turquesa más puro. La cabellera blanca, salpicada de celeste ondeaba bajo una corona de puntas heladas. Afiladas como cristales.

«Jack, ven a mí...».

El chico cayó de culo intentando apartarse. Se hizo daño, pero no le importó. Gateó a toda prisa, demasiado nervioso, y llegó a la orilla.

Se dejó caer con la respiración agitada y el eclipse cesó.

La Laguna Helada volvió a ser la de siempre. La quietud de la noche regresó e incluso su pulso se normalizó, mientras recuperaba el aliento y se repetía una y otra vez el mismo mantra:

«No era real. Es la falta de sueño».

Pero Jack no era el mismo chico que había ido a entrenar, y en lo más profundo de sí intuía que, contra todo pronóstico, la Reina de las Nieves era real.

El origen del inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora