Capítulo 13

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Habían encerrado a Kellina en una residencia a raíz de su histeria y su convicción sobre que a Kai se lo había llevado la Reina de las Nieves. La pastelería se había cerrado, a la espera de que los Tharg decidieran qué hacer con ella. Los dos aprendices se habían unido para montar una de cero, aprovechando que una de las dos pastelerías de la ciudad había cerrado.

Y Elsa se había quedado sin oficio. Por su poca experiencia, no habían contado con ella, pero tampoco le importaba. Sin Kellina, no era lo mismo.

Había intentado ir en varias ocasiones a ver a la anciana, pero por no ser familiar, le habían impedido el paso.

Y había evitado cruzarse con Jack, resentida por no haberla creído.

Era ya el anochecer del quinto día tras la desaparición de Kai. Nadie había sabido nada de él, nadie le había visto. Ello desalentaba a la chica, porque no hacía sino confirmar sus pensamientos y las palabras de Kellina: que la Reina de las Nieves se lo había llevado.

Acudió a la Laguna Helada como cada noche de esas últimas, se puso los patines y, en primer lugar, disfrutó de la sensación, tratando de relajarse y aclarar sus ideas. Después, se detuvo en el centro, cogió aire y bajó la mirada, esperando, por un lado, ver su reflejo; por el otro, el reino de hielo. Solo se vio a sí misma.

¿Qué motivos tenía Kai para portarse tan mal con aquellos a quienes quería? ¿Y para marcharse? Ninguno. Dermin tal vez los tuviera, pero no Kai, cuyo sueño era convertirse en el mejor bardo de la ciudad y, posteriormente, de todos los reinos mágicos del oeste. Siempre había sido un chico feliz con su vida.

Elsa giró sobre los patines y observó la ciudad a lo lejos.

Su amigo era quien siempre había apoyado sus sueños con el patinaje, incluso cuando Dermin se marchó, llevándose consigo toda esperanza de poder dedicarse a ello. Sin él, era cuestión de tiempo que Elsa se rindiera, presionada por sus padres y por una ciudad que había perdido el interés por ello. Ni siquiera competir con Jack sería motivación suficiente, y eso que era algo que le encantaba.

Solo había una cosa que podía hacer. Y debía hacerlo sola y en secreto.

Avanzó hasta la orilla y se quitó los patines. Se dirigió en primer lugar a su casa y aparentó toda la normalidad de la que fue capaz. Evitó discutir con su madre acerca de buscar un nuevo oficio. Le había dejado un par de días de tranquilidad por el tema de Kai, pero ya consideraba que su hija debía buscar algo cuanto antes.

—Hasta Fekdara y Senle han decidido emprender y ahí los tienes, montando una pastelería.

Eran los aprendices de Kellina.

—Sí, mamá.

La mujer continuó con su retahíla de argumentos a los que no prestó atención, salvo para dar alguna respuesta concisa, mientras en su cabeza hacía una lista de lo que necesitaba para lo que estaba por hacer.

Tuvo que esperar a que sus padres se acostaran, y un rato más hasta escuchar los ronquidos de Anabelle, momento en el que supo que podría moverse por la casa sin ser descubierta.

Preparó una bolsa con ropa de cambio, sus patines y un mapa. En la cocina se hizo con comida que pudiera durar días, una botella de agua y un par más pequeñas y vacías. Abrió la puerta principal echando una última mirada a su hogar.

Una nota.

Sí, debía dejar una nota que no preocupara a sus padres. Fue hasta un cajón de un mueble del salón y sacó un pergamino ya garabateado. Se hizo con pluma y tinta y sobre la mesa de la cocina escribió:

«He ido en busca de Kai. No os preocupéis, estaré bien y volveré siendo una hija de provecho». Esto último fue más para su madre, aunque dudaba que ello la tranquilizara. «Os quiero», añadió.

Y se marchó de allí.

Dejó atrás la solitaria ciudad, cogiendo la dirección de las lagunas. En primer lugar se detuvo en la Laguna Cicatrizante y rellenó una de las botellas. Le gustaba ser precavida y nunca sabía cuándo podría necesitar curar alguna herida. A pocos pasos estaba la Laguna Parlante, cuyas aguas permitían comunicarse con los animales. Quienes más usaban este poder eran los niños, que se dedicaban a jugar con las mascotas y los animales de granja, y a veces también los maestros se servían de él para la enseñanza.

Llenó la segunda botella.

Con un suspiro, miró lo que dejaba atrás, con un leve sentimiento de culpa y otro más grande de excitación. Había necesitado un empujón —uno desagradable—, pero por fin emprendía un viaje en busca no solo de Kai, sino de su propio futuro.

Tras una buena caminata, en la que su camino solo lo iluminaban las tres lunas, llegó hasta una bifurcación. Había un par de carteles señalando en direcciones opuestas, y se maldijo por no haber cogido una tercera botella con agua de la Laguna Resplandeciente. No se le había pasado por la cabeza que la pudiera necesitar.

«¿Viajando de noche y no se te ha ocurrido?».

Negó con la cabeza y se acercó a las maderas. Una señalaba la dirección del Reino de las Quimeras. La otra, del Reino de la Música. Sacó el mapa que pudo ver a duras penas. Quizás el mejor camino fuera el segundo, no penetrar de lleno en él, pero sí sus fronteras que la conducirían hasta el bosque que llevaba a los reinos mágicos del este. No tenía ninguna certeza de lo que encontraría en ellos, pues no había visto jamás un mapa de esa zona. Pero tras haber repasado aquellos días los reinos mágicos del oeste, consideraba que quizás lo mejor era empezar por los desconocidos, pues, ¿dónde podría esconderse si no la Reina de las Nieves? ¿En el Reino de las Arenas? ¿En el lejano Reino de Oriente? No, ninguno tenía un paisaje como el que había visto en la laguna.

Estaba casi segura de su decisión, cuando vio un mapache corretear a unos metros de ella. En un principio se asustó creyendo que podría tratarse de un animal más peligroso, pero al forzar la vista distinguió lo que era. Se le ocurrió echar mano del agua mágica para hablar con él. Dio un pequeño sorbo y, antes de que el mapache se alejara por completo, le preguntó:

—¡Eh, mapache!

El apelado se detuvo y se la quedó mirando con la cabeza ladeada.

—No me llamo Mapache.

Elsa tragó saliva. No esperaba una respuesta así. Sin darle tiempo a responder, él continuó:

—¿A ti te gustaría que te llamara Humana?

La joven tuvo que hacer grandes esfuerzos por no soltar una carcajada. Sin embargo, tuvo que reconocer que tenía razón.

—Lo siento, perdóname.

El mapache pareció aceptar sus disculpas y se acercó hasta ella.

—¿Y bien? ¿Qué hace una jovencita sola por aquí?

—Estoy buscando a mi amigo Kai. ¿Le has visto?

Él se rascó detrás de la oreja y negó:

—He visto lo típico, mercaderes y viajeros. Ninguno que respondiera a ese nombre. Suerte en tu búsqueda.

Se giró, pero ella le detuvo.

—¡Espera! ¿Sabes dónde puedo encontrar a la Reina de las Nieves?

El mapache volvió a mirarla.

—¿Por qué alguien querría encontrar a esa bruja?

La llama de la esperanza prendió en Elsa.

—¿Sabes dónde vive?

—En un frío lugar llamado Corona de Hielo, según mis amigos pájaros. En los reinos mágicos del este. Pero, si quieres un consejo, déjalo estar. Esa mujer es malvada.

—Se llevó a mi amigo.

El mapache hizo un gesto que a Elsa le pareció que era como un encogimiento de hombros.

—Tú misma. Acabarás convertida en hielo. O en lobo invernal.

Cuando la joven abrió la boca para preguntarle a qué se refería, el animal ya se había marchado.

El origen del inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora