Capítulo 9

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—¿Dónde está tu hijo, señora Tharg?

La joven se detuvo a una distancia prudencial al ver un par de soldados frente a la casa de Kai, hablando con su madre.

—No... no lo sé... —La voz le temblaba.

—Entra y registra la casa —ordenó el mismo hombre a su compañero.

Este hizo a un lado a la mujer con poca delicadeza y esta soltó las lágrimas que había estado reteniendo.

—No ha pasado la noche aquí... Yo... Él es un buen chico... Por favor...

Pero el soldado se mantuvo impasible. Elsa era consciente de que, por mucho que él pudiera apenarse por la mujer, solo seguía órdenes. Ya debía haber llegado a oído de los reyes lo sucedido, y llevarían a Kai para someterle a un juicio.

Elsa se mordió el labio y se marchó de allí, dirigiéndose al único lugar en el que sabía que estaría su amigo. El que en innumerables ocasiones había sido el refugio de ambos: la Pastelería de la Abuela.

Al llegar, se fijó en algunas personas que se detenían y miraban hacia el establecimiento. Llegaban al exterior voces semiahogadas y algún gemido que ella reconoció; pertenecía a Kellina. Ninguno de los espectadores se atrevía a intervenir, pero Elsa tuvo que hacerlo. Se acercó, asió el pomo de la puerta y rezó a las hadas para que, lo que se escondiera tras ella, solo fuera a su amigo, arrepentido y a su abuela, tratando de animarlo.

Vanas esperanzas, sabía.

Y así fue.

Lo que sus ojos vieron le rompió el corazón. La pastelería estaba patas arriba, los dulces se extendían por el suelo como una alfombra de colores pegajosos. Kai tenía las manos ocupadas con un taburete de madera que lanzó contra una de las vitrinas. Kellina gimió desesperada.

—Kai, detente, por favor...

—¡Kai!

Elsa se acercó con prudencia a su amigo, que ya se agachaba a recuperar su arma. La miró y le dedicó una espeluznante sonrisa.

—Bienvenida a la fiesta. ¿Te unes?

La joven dio un paso atrás para que el taburete no llegara a rozarla cuando él se lo ofreció.

—Kai, ¿qué estás haciendo?

El chico miró alrededor y ella percibió un pequeño destello en uno de sus ojos, efecto de la luz del sol a través de los cristales rotos del escaparate. Era siniestro.

—¡Voy a convertir este tugurio en una heladería!

Elsa parpadeó varias veces y Kellina sollozó. Se había sentado en una de las mesas donde sus clientes degustaban sus magníficos dulces. La única que quedaba todavía en pie.

—Ya... —La joven no sabía muy bien qué decirle. Kai era el mismo y, a la vez, parecía otra persona. Fría. Oscura—. ¿Y no era mejor hacerte con tu propio local?

—El negocio de esta vieja chocha me pertenece.

Estampó el taburete en la segunda y última vitrina, para consternación de ambas.

—Kai, dinos qué te pasa. Podemos ayudarte. —La anciana clavó sus ojos empañados en él y cuando Elsa la miró, se dio cuenta de que Kellina tenía cortes en las manos y sangraban. Se apresuró a coger un paño y se lo envolvió.

—¿¡Te das cuenta de lo que has hecho!? ¡Has herido a tu abuela! —Se incorporó perdiendo los papeles y encarándose a él—. ¿Qué narices te pasa? ¿Por qué te comportas así?

—Siempre he sido así. —Se acercó a ella y amplió su sonrisa—. Estaba harto de contenerme. De obedecer a un padre manco por su incompetencia. —Elsa abrió mucho los ojos. El padre de Kai había perdido su mano en una revuelta con unos criminales, estando al servicio del rey. Jamás Kai se había referido a él de forma tan insultante—. A una madre llorona por su desgracia y por un hijo con pájaros en la cabeza. A una vieja que regala pastelitos a la peste de la ciudad. Y harto de andar con una niñata que lo único interesante que hace es patinar como una idiota, creyendo que se labrará un futuro.

Si en ese momento alguien hubiera derramado un cubo de agua de la Laguna de Aguas Frías sobre Elsa, no hubiera notado la diferencia con lo que estaba sintiendo. Kai la miraba inexpresivo, con un brillo de oscuridad que la aterraba.

—No... Te conozco desde que somos pequeños. Tú nunca...

—¡Yo nunca qué! —bramó él, propinándole un empujón a su amiga.

La joven cayó de culo, y antes de que pudiera decir nada más, los mismos soldados que estaban en casa de Kai irrumpieron en la pastelería.

—Kai Tharg, tienes que acompañarnos.

El joven gritó lanzando la banqueta contra los hombres, para sorpresa de los presentes, que la esquivaron con rapidez.

—No hagas esto más difícil, muchacho.

El chico ya estaba buscando qué más usar para tirar, pero ellos fueron más rápidos y le apresaron. Él se revolvió, pero fue inútil. Le arrastraron al exterior ante la mirada de los curiosos que se habían quedado allí.

Elsa se levantó, manchada y dolorida, y fue junto a Kellina.

—Vamos, tenemos que curarte esto.

—Ha sido ella... —gimoteó la mujer, mas su aprendiz ignoró estas palabras, preocupada en esos momentos por las heridas de la anciana y el destino de su amigo.

El origen del inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora