Capítulo 30

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Jack estaba sentado en la cama de su habitación, con la vista fija en la ventana. Todavía no se veían del todo las lunas, pues era por la tarde, pero pronto empezaría el eclipse, que sería total al anochecer.

Se mordió el labio con nerviosismo, sabiendo todo lo que implicaba aquello. A su lado reposaba el conjunto que se iba a poner para la actuación. Hecho a mano por los mejores sastres. Su madre no había hecho más que quejarse de aquella competición, pero no estaba dispuesta a que su hijo no llevara lo mejor delante de los reyes.

Se incorporó y salió al pasillo, que, como esperaba, estaba desierto. Caminó varios pasos sobre el suelo de madera. Llevaba calcetines así que no hizo ruido mientras alcanzaba la puerta de la habitación de su hermano.

Se detuvo con la mano a escasos centímetros del pomo, sin saber bien cómo seguir. ¿Qué pretendía con aquello?

Tomó aire y abrió. El impacto de lo que vio le dejó sin aliento: nada había cambiado.

Aún recordaba a Dermin quejándose cuando el pequeño se colaba allí.

«¡Sal de mi habitación, renacuajo!».

Pero luego siempre le dejaba dormir con él las noches en que tenía pesadillas. O le dejaba jugar mientras él hacía cuentas o escribía en su diario.

Se secó las lágrimas de los ojos en un rápido gesto. Avanzó hasta llegar al escritorio, bajo la ventana que daba al jardín, donde los trabajadores pronto terminarían su jornada en los invernaderos. Se sentó en la silla que había pertenecido a Dermin y se quedó unos instantes sin saber qué hacer, perdiéndose entre sus recuerdos.

Entonces sus ojos se posaron en los patines blancos que estaban a los pies de la cama, como si el mayor de los Frost hubiera llegado minutos antes y los hubiera dejado ahí.

Se incorporó y los acarició con cuidado. Dermin los usaba solo en ocasiones especiales, para uso diario tenía unos negros, con los que había desaparecido.

Los dejó en el suelo y abrió el armario con decisión: un traje de gala para los espectáculos.

Recordaba a su madre reprochándole gastarse el dinero en esas tonterías.

«¡Algún día montaré un gran espectáculo! Tengo que ir elegante».

—Ahora hay un gran espectáculo —dijo para sí.

Cogió el traje y lo evaluó. Era azul brillante, de tela fina. Perfecto.

Dermin tenía su edad cuando desapareció y aquello le habría sentado como un guante. Pero Jack era más alto que su hermano, también más delgado. Tendría que probárselo. Estaba a punto de salir con el traje cuando la puerta se abrió.

Bastian entró en el cuarto y le miró con cariño.

—Te he visto entrar.

—Yo...

—También le echamos de menos, Jack.

Esta repentina sinceridad asombró al chico, que no dijo nada. Su padre avanzó hasta el escritorio que hacía poco había ocupado Jack.

—Y, aunque no lo creas, confiamos en ti. —Señaló el traje que llevaba en los brazos.

—Papá...

—Hemos sido duros contigo, pero tú has demostrado que puedes con todo, porque crees de verdad en ese sueño. —Suspiró desviando la mirada—. Como Dermin.

Se alejó de la mesa y se acercó a su hijo, que sentía las lágrimas acudir a sus ojos de nuevo. Su padre cogió uno de los patines de su hermano y sonrió.

El origen del inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora