2 de septiembre, Dos y tres de la tarde, Mannheim.
Bill caminaba solo por las preciosas calles de Mannheim, con la mirada fija en el libro que estaba leyendo. «Boulevard», su libro favorito, un regalo de su abuela por su cumpleaños número dieciocho. Mientras escuchaba "Judas" de Lady Gaga en sus auriculares a un volumen bastante alto, mordía su labio inferior. Se sentía feliz sin saber muy bien por qué, sonriendo al leer una de las bonitas frases del libro.
—Joder, desearía tener mi propio romance— murmuró para sí mismo mientras suspiraba.
Caminaba sin prestar atención a por dónde iba, ya que conocía perfectamente las calles y el camino a seguir. Todos en su vecindario lo conocían y le querían por lo buena persona que era. Por eso, cada vez que alguien lo saludaba, él respondía con una sonrisa o con un alegre y positivo: «¡Qué día más bonito!». Todos lo adoraban y apreciaban; para ellos, Bill llevaba una vida perfecta. Sin embargo... cada minuto que pasaba en su hogar era como estar mil años en el infierno.
Pero eso era algo que nadie sabía.
Y él prefería que así fuera, porque a veces le daba igual lo que ocurriera en eso que llamaban "hogar". Leía para olvidarse del mundo; leía porque solo así podía escapar a ese mundo de fantasía e irrealidad. Desconectarse y olvidar todo a su alrededor. Alejándose de la cruel realidad, donde el amor no significaba nada para nadie. A excepción de él.
Se dirigía hacia el subterráneo donde siempre esperaba el metro con dirección a la universidad. Solo tendría que esperar diez minutos a que llegara el metro, y serían seis minutos de viaje a la universidad central de Mannheim. Caminando sería muy peligroso para él puesto que nunca apartaba los ojos de aquel libro.
Cruzó la calle y bajó por las escaleras adentrándose a la estación subterránea, se situó en el andén, como siempre hacía, mientras reía bajito al acabar de leer una página o alguna palabra que llamara su atención. Esas palabras que deseaba escuchar fuera de su mundo de fantasía.
—Esto es tan bonito— murmuró enternecido.
El día anterior había sido su cumpleaños y ya llevaba la mitad del libro leído. Bill se desvelaba por las noches solo para leer; y es que, ¿quién no lo haría? Cuando eres un adicto a los libros y el contenido es fantásticamente bueno, no puedes dejar de leer; por más que digas: «Este será el último capítulo por hoy», siempre la intriga te gana y terminas leyendo otro y otro capítulo más.
Mientras leía con una sonrisa en los labios, alguien lo observaba, sonriendo también al verlo feliz.
Bill deseaba amar y ser amado. Pedía al universo que le pusiera a esa persona de sus sueños en su camino. No le importaba si tenía que esperar; solo quería... encontrar al amor de su vida.
Él era un gran lector; todos los días se iba a la universidad con la cabeza metida en un libro diferente. A veces, sin querer, lo encontrabas llorando en el andén mientras esperaba el metro, o riendo embobado al pasar la página. Era un verdadero amante de la lectura, y estaba enamorado de las palabras. Pero anhelaba un amor propio, uno que le permitiera escribir y, sobre todo, vivir. Bill era lector y no se daba cuenta de que, si bajaba el libro, al otro lado se encontraba aquel chico de trenzas que lo observaba cada día con ternura y sostenía el libro que él había leído el día anterior.
De repente, el menor se sintió extraño; algo le puso nervioso, tan nervioso que bajó el libro para mirar a su alrededor en busca de aquella persona que lo miraba intensamente. Al encontrarla, sus miradas se conectaron al instante.
—Oh...— suspiró Bill al observar cómo aquel chico de pelo negro trenzado le sonreía.
Sintió una oleada de calor en su pecho. Juraría que podía escuchar los latidos de su propio corazón; todo a su alrededor había desaparecido: solo estaban él, aquel chico de trenzas y una de las canciones favoritas de Bill sonando de fondo: "Last Night on Earth", dándole ese toque único y magníficamente mágico al momento. El pelinegro no pudo evitarlo y también sonrió. En ese instante, el metro que Bill debía tomar ya había parado y tenía sus puertas abiertas para dejar entrar a los pasajeros.
Bill salió de esa burbuja cuando el metro interrumpió aquel contacto visual al atravesarse. Se apartó uno de los auriculares y escuchó el bullicio de la gente que pasaba por allí, junto con el sonido de otro metro que llegaba. Pero esa vez Bill no quería irse; quería seguir viendo a aquel chico. Sin embargo, tenía clases.
Bill bufó, cerró su libro y se encaminó hacia la entrada del metro. Una vez dentro, se sentó en los asientos de atrás como solía hacer siempre, cerca de la ventana, con sus auriculares puestos, escuchando música e ignorando lo que sucedía en el mundo exterior. Perdido en sus pensamientos, donde reinaba aquella imagen del chico de trenzas y esa sonrisa que le dedicó.
No sabía su nombre, no sabía dónde vivía, no sabía a qué se dedicaba ni cuántos años tenía; no sabía absolutamente nada sobre él. Ni siquiera comprendía por qué aquel chico lo estaba mirando antes de que Bill bajara el libro y lo viera.
Fue como un impulso; no fue consciente de lo que hizo; sus manos bajaron el libro y su mirada quedó fija en aquellos ojos que ya lo estaban mirando en busca del motivo que lo inquietaba. Encontró la respuesta en esos ojos marrones.
Amaba la sensación que tuvo en ese momento; suspiró como suele hacerlo un enamorado, curvando sus labios en una sonrisa tonta sin mostrar los dientes mientras apoyaba su cabeza contra la ventanilla del metro. Su mirada estaba perdida mientras escuchaba música y en su mente aparecía la imagen del chico trenzado.
El metro comenzó a moverse y sin dejar de sonreír cerró los ojos; pidió a Cupido que esta vez no se equivocara y con aquella calidez en su pecho agradeció al universo sin saber por qué...
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(Está historia tiene, en sí, muchos errores ortográficos. Disculpadme por eso... trataré de arreglar los capítulos en cuanto pueda, Xoxo)