Todo pirata tiene su tesoro.
El tesoro por el cual abrazaría la locura sin darse cuenta. El tesoro con el que se obsesionaría hasta perder la cabeza. El tesoro por el que cambiaría lo que fuera con tal de tenerlo en sus manos. El tesoro por el cual recorrería los más peligrosos rincones del mundo, los siete mares y veinte océanos más.
Claro que no todos los tesoros son de oro y plata. Igual que no todos los piratas buscan lo mismo, como siempre han contado los malos y clásicos cuentos sobre estos demonios del mar.
Si le preguntaras al Capitán Garfio, te diría que su tesoro más buscado y por el que ya carece de cordura es la muerte de Peter Pan. Quiere degollar al niño caprichoso de once años con su garfio y luego dárselo de comer al cocodrilo del que vive aterrado.
Pero, en cambio, si le preguntaras a su hijo, definitivamente nombraría a su capitana. Uma es su mayor tesoro. El tesoro por el que una vez se volvió loco y el tesoro por el que mataría con tal de proteger.
Ella era su mundo, su universo y su océano en el que bucear cada noche. Era la personificación de su vulnerabilidad, y eso no le molestaba. Podría sacar su lado más irracional y descontrolado si alguien se atreviera a herirla.
Si hablamos de lo que Uma ansía, de su tesoro, ni que decir tiene que es Harry. Sin embargo, a veces los tesoros sí son de oro y plata. Últimamente ella había tenido la mirada puesta sobre un poderoso objeto que los llevaría a la corona de los mares navegados por los grandes piratas que les hacían competencia.
El tridente de Poseidón.
Llevaban varios días en la mar. No habían parado ni un momento de perseguir el tesoro anhelado por su capitana. Desde que ella les explicó lo que podrían hacer con ese trozo de oro en las manos, la tripulación completa se halló interesada.
El poder ya de por sí era reluciente ante los ojos de cualquier persona.
El poder que te asegura la cima era irrechazable.
Uma no descansó ni un día de su búsqueda. Se quedaba hasta tarde frente a esos mapas hasta que su novio se levantaba cansado de la cama y la conseguía convencer para que fuera a dormir con él. Pero cuando por fin encontró el lugar donde se hallaba el tridente, supo que todas esas horas sin dormir merecieron la pena.
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Estaba atardeciendo.
Tras casi una semana en altamar, finalmente llegó a su destino. Uma, junto con cinco de sus hombres y su primer oficial, bajó a los botes. Gil remó, acercándose a la isla en la que se encontraba el tesoro.
—Dicen que en esta zona hay sirenas, capitana... —Murmuró John, mirando mucho a las aguas a sus alrededores. Antes de que ella pudiera dar su respuesta, Jonas intervino.
—¡Las sirenas no existen! —le dio un codazo, despreocupado.
—Claro que existen —habló Harry, quien se encontraba sentado junto a Uma en una posición cómoda. Al escuchar su seguridad, todos los que estaban en el bote se quedaron en silencio escuchándole—. ¿De verdad piensas que es un mito cualquiera?
—¿Alguna vez has visto una? —le replicó el mismo que empezó la discusión.
—No, porque no las he buscado. Buscar una sirena de esas sería como buscar tu propia muerte —él se reacomodó en su asiento, ahora también observando las aguas—. Son bestias, monstruos que pueden matar incluso al más infame de los piratas solo con una sonrisa o una melodía. ¿Por qué creéis que las mandaron a nuestra isla?