83. AMOR: LA CAUSA DEL BIEN Y EL MAL

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Una noche oscura.

Muy oscura.

La recordaba con tanta nitidez que las imágenes lo perseguían hasta los rincones mas profundos de sus pesadillas. La mirada vacía y gélida que lo capturó e hizo sentir culpable hasta el tuétano, el negro paraje reflejado mediante ojos ajenos, el color marrón opaco cuyo propósito era encontrar a su siguiente objetivo lo cubrió por completo y le hizo recordar lo que tanto se esforzó en dejar atrás, la culpa.

El era culpable de la existencia de esos ojos. No porque fuese su iniciativa convertirlos en lo que eran, sino porque pudo detenerlo pero prefirió callar y hacerse a un lado.

Aquella noche casi madrugada, ocho niños pasaron por encima de su cabeza y se adentraron a lo que para él significaba una muerte segura. Su General puso una mano sobre su hombro, le dió un apretón y le exigió mirar con atención las hazañas de esos niños. El orgullo podrido en la postura del General le indicaba que era un asunto serio. Él era cómo un pintor que acababa de mostrar al público el mejor de sus trabajos y lleva a todos para verlo, para escuchar los halagos que esa obra le traería. Para que los demás contemplaran lo que para él era la excelencia misma.

Pero no era así.

Él no podía verlos con orgullo ni felicitarlos o celebrar los logros que las manos manchadas de esas criaturas le habían traído.

El General lo mandó al frente, debía ir con los demás y acabar de limpiar el camino que los pequeños habían abierto. Cuándo ellos llegaron al lugar marcado como objetivo los niños no estaban pero a ellos los amenazaba un arsenal cargado con hombres desesperados detrás. Él se dió por muerto pero ni una bala le dió. Cerró los ojos como el cobarde que era para esperar con terror la causa de su muerte. Pero al abrirlos volvió a toparse con el rostro más bello que jamás había visto hasta ese momento.

Los nietos del General Yu, su orgullo, su creción, las bases de lo que él llamaba futuro perfecto, esos chicos acabaron en un parpadeo con el arsenal de hombres que apaciguó el corazón de supuestos soldados valientes y fuertes. Pasaron como un rayo, un destello que no demora mucho tiempo a la vista pero destroza todo a su paso.

Era un desastre, sangre, armas, gritos, lamentos, ruegos por piedad y vida, esos niños saltando, disparando, cortando y matando a personas que posiblemente les doblaban hasta la vida, con la tranquilidad que se tiene en una ronda de parchís, cómo si matar fuese una labor diaria y no un pecado condenado por Dios y un crimen castigado por la ley.

Para esos chicos aquél escenario era igual a la pista de baile para un danzante de vals, cuyos movimientos son agraciados y llamativos. No podía dejar de verlos. Pero él era solo un miserable, ¿Qué podría hacer él?

La madrugada llegó y estaban agotados, aturdidos por el cansancio, respiraciones agitadas a las que el frío aire de la mañana le daba imagen. El temblor de los huesos de soldados cuya primera vez en labor era aquella cruel campaña. Algunos experimentados simplemente reposaban de pie en calma aferrados a sus armas.

Y luego estaban los niños que no parecían humanos, de pie trás la sombra del General, inmóviles y serenos al punto de parecer aburridos. Se ganaron las miradas de intriga y envidia rápidamente. Se preguntaba si ellos existían realmente o era solo un muy, muy largo sueño. Parecían muñecos de porcelana, tan perfectamente esculpidos que la belleza les atraía y les gritaba que debían observarlos.

En un descuido se desató un pelea entre los miembros de su brigada, él miró de lejos cómo peleaban y no pudo evitar investigar por la reacción de los hermosos muñecos de porcelana. Pese al bullicio ellos seguían inmóviles. No era su asunto después de todo. El General salió al encuentro y vió la pelea, simplemente les dedicó una mirada de aterradora desaprobación y chasqueó los dedos.

DESCIFRANDO TUS ACCIONES.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora