Capítulo 37

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Jimin se quedó donde estaba. Durante un buen rato simplemente permaneció allí de pie, contemplando la puerta, sin atreverse a pensar. Hasta que por fin sintió colarse el frío a través de la tela de su traje y se estremeció. Se rodeó a sí mismo con los brazos y se obligó a caminar, a dar un paseo por el invernadero para calmarse. Reprimió las lágrimas. ¿Por qué demonios estaba llorando? Había hecho lo que tenía que hacer. Se recordó a sí mismo tozudamente que todo aquello era para bien, que el entumecimiento que lo envolvía ahora terminaría desapareciendo.

Que no importaba que jamás volviera a sentir de nuevo aquella emoción indescriptible, la dicha de entregar su amor.

***

Jungkook llevaba ya recorrida la mitad del condado vecino sin haberse recuperado todavía de la impresión. Sus caballos avanzaban a paso tranquilo por el sendero iluminado por la luna, devorando poco a poco los últimos kilómetros que lo separaban de Bedford, cuando, igual que san Pablo, se vio asaltado por una revelación que lo cegó.

Tal vez el señorito Park Jimin no le hubiera mentido, pero tampoco le había dicho toda la verdad.

Soltó una maldición bien elocuente y sofrenó  los caballos. Entonces entornó los ojos e intentó pensar, un ejercicio que no había practicado mucho desde que abandonó el invernadero.

Tras dejar a Jimin,  había ido a la zona de los arbustos para pasear y maldecir en privado. Y eso le había hecho mucho bien. Nunca en su vida había tenido que enfrentarse a tal afrenta: lo habían herido en puntos muy sensibles cuya existencia ignoraba. Y eso que Jimin ni siquiera lo había tocado. Incapaz de parar el torrente de emociones que a aquellas alturas fluía en su interior, se aferró a una retirada estratégica como única opción viable.

Había ido a ver a Araminta. Como sabía que tenía el sueño ligero, arañó apenas la puerta de su dormitorio y esperó a que ella le diera permiso para entrar. La habitación estaba sumida en una oscuridad aliviada tan sólo por un haz de luz de luna. Le impidió que encendiera el candil, pues no quería que Araminta, con sus viejos y agudos ojos, le viera la cara y le viera en ella la confusión y el dolor que estaba seguro de que asomaban a sus facciones. Y más aún a sus ojos.

Ella lo escuchó. Jungkook le dijo que acaba de acordarse de que tenía un compromiso urgente en Londres y le aseguro que regresaría al cabo de unos días para ocuparse del espectro y del ladrón. Después de que averiguara cómo ocuparse de su sobrino, el cual no deseaba casarse con él, pero se las arregló para no confesarle esto último.

Araminta, que Dios bendijera su gran corazón, le dijo que se fuera, por supuesto. Y él se fue, de inmediato, despertando sólo al mayordomo, que cerró la casa con llave al salir él, y naturalmente a Duggan, que en aquel momento viajaba a su retaguardia.

Pero ahora que la luna lo envolvía con su frío resplandor, en medio de la noche tan oscura que lo rodeaba, y con los cascos de los caballos como único sonido que quebraba la profunda quietud... ahora, la cordura se había dignado regresar a él.

Las cosas no le cuadraban, y él era de los que creía firmemente que dos y dos son cuatro. En el caso de Jimin, por lo que él podía ver,  dos y dos sumaba cincuenta y tres.

¿Cómo podía ser que un omega de buena cuna, que nada más posar los ojos en él lo juzgó capaz de corromper a su hermano por mera asociación, llegara a aceptar un revolcón, no precisamente muy rápido, con él en un pajar?

¿Qué demonios lo había empujado a hacer tal cosa?

En el caso de algunas omegas la respuesta podía estar en su falta de inteligencia, pero Jimin era un omega hombre que había tenido el valor, la determinación inamovible de alejarlo de sí en el afán de proteger a su hermano.

El corazón de un Jeon Donde viven las historias. Descúbrelo ahora