En el instante en que se cerró la portezuela del carruaje de Araminta y lo envolvió en la seguridad de la oscuridad, Jimin se derrumbó contra los cojines. Y rezó para poder dominar sus miembros lo bastante como para apearse del carruaje y llegar andando hasta su cama cuando llegaran a la calle Aldford.
Su cuerpo ya no le parecía suyo. Jungkook había tomado posesión de él y se lo había dejado inerte. Desarticulado. La media hora que transcurrió entre el momento en que regresaron al salón de baile y la partida de Araminta había sido casi una carrera. Tan sólo el apoyo invisible de Jungkook, sus cuidadosas maniobras, lograron disimular el estado en que se encontraba. Un estado de profunda saturación.
Al menos había sido capaz de hablar. Con razonable coherencia. Y de pensar.
En cierto modo, aquello había empeorado las cosas, porque lo único en lo que podía pensar era en lo que le había dicho Jungkook, lo que le había susurrado junto a la sien, cuando por fin se revolvió en sus brazos.
—¿Has cambiado ya de opinión?
Él tuvo que buscar fuerzas para decir:
—No.
—Omega tozudo —fue la réplica de Jungkook, en tono de leve juramento.
No lo presionó más, pero no tiró la toalla.
La pregunta seguía dando vueltas en la mente de Jimin. El tono empleado por Jungkook —de determinación contenida pero inamovible— lo molestaba. Aquella fuerza era muy profunda, no solamente una característica física, y superarla, es decir, convencerlo de que él no pensaba acceder a convertirse en su esposo, estaba resultando ser una batalla mucho más difícil de lo previsto. La desagradable posibilidad de que, de forma no intencionada, hubiera aguijoneado el orgullo de Jungkook, de que hubiera herido su alma de conquistador, y de que ahora fuera a tener que hacer frente también a aquel lado de su carácter en su plena expresión, no era precisamente una idea muy halagueña.
Lo peor de todo era el hecho de que había titubeado antes de decir que no.
La tentación, de forma inesperada, se había colado por debajo de sus defensas. Después de todo lo que había visto, de todo lo que había observado, los Jeon, sus omegas, y su actitud firmemente declarada y que con tanto rigor aplicaban al concepto de la familia, era imposible sustraerse al hecho de que la oferta de Jungkook era la mejor que recibiría jamás. La familia, lo que más importancia tenía para él, como omega, tenía una importancia crítica para el alfa.
Dados todos sus otros atributos —su riqueza, su posición, su atractivo físico—, ¿qué más podía desear?
El problema estribaba en que conocía la respuesta a dicha pregunta y por eso había contestado «no».
La actitud de los Jeon para con la familia era posesiva y protectora. Eran un clan de guerreros; el franco compromiso que al principio le había resultado tan sorprendente era, visto bajo aquella luz, perfectamente comprensible. Los guerreros defendían lo que era suyo y al parecer, los Jeon consideraban su familia como una posesión que había que defender a toda costa y en todos los frentes. Sus sentimientos surgían de sus instintos de conquistadores, del instinto de aferrarse a lo que habían conquistado.
Perfectamente comprensible.
Pero no era suficiente.
Para él, no.
Su respuesta seguiría siendo, tenía que seguir siendo «no».
***
Sligo abrió la puerta principal del número 22 a las nueve de la mañana siguiente.
Jungkook lo saludó con una breve inclinación de cabeza y entró.
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El corazón de un Jeon
RomantizmA diferencia de los demás alfas de la hermandad Jeon, Jeon Jungkook nunca quiso verse atado a ningún omega, ya sea hombre o mujer, por muy encantador que éste fuera, y la mansión de su amiga Amarinta le parecía el lugar perfecto para ocultarse de lo...