JongIn volvió en sí poco a poco. Notaba las extremidades muy pesadas, consecuencia de que lo hubiesen drogado, y las tenía sobre unos almohadones de seda. También sentía las esposas de oro que le rodeaban las muñecas y pesaban como si fueran de plomo. Parpadeó varias veces para acostumbrarse a la luz. A lo lejos, oyó un murmullo. Parecía que hablaban en vereciano. Su instinto le decía: «Levanta».
Se recompuso y se arrodilló.
¿Voces verecianas?
Al principio estaba demasiado confuso para sacar nada en claro. No conseguía encauzar su mente. Trató de recordar qué había sucedido justo después de que lo capturaran, pero sabía que había pasado tiempo desde entonces. Estaba seguro de que lo habían drogado en algún momento. Buscó ese recuerdo hasta que dio con él.
Había intentado escapar.
Lo encerraron en un carro de caballos y, bajo estricta vigilancia, lo condujeron a una casa a las afueras de la ciudad. Lo arrojaron a un patio cerrado y... recordaba unas campanas. El patio se había llenado con el súbito tañido de unas campanas, y ese sonido se había oído en todas partes.
Las campanas al ocaso tenían un significado muy concreto: el heraldo de un nuevo rey.
«HyunKi ha muerto. Salve, SeHun».
Con el repicar de las campanas, la necesidad de huir fue más fuerte que la cautela. Tuvo una oportunidad cuando salieron los caballos.
Pero estaba desarmado y rodeado de soldados en un patio cerrado, por lo que el forcejeo fue violento. Lo arrojaron a una celda en algún rincón de aquella casa para después drogarlo. Los días se mezclaban unos con otros.
Del resto solo recordaba breves fragmentos, incluidos —se le encogió el estómago— el azote y las salpicaduras de agua salada: lo habían transportado en un barco.
Se le empezaba a aclarar la mente. Se estaba despejando por primera vez en... ¿cuánto tiempo?
¿Cuánto hacía que lo habían capturado? ¿Cuánto hacía que las campanas habían sonado? ¿Cuánto hacía que había permitido que aquello ocurriese? Un arranque de voluntad empujó a JongIn a ponerse en pie. Debía proteger su hogar, a su pueblo. Dio un paso.
Una cadena traqueteó. El suelo de baldosas se deslizó vertiginosamente bajo sus pies; se le nubló la vista.
Apoyó un hombro en la pared para estabilizarse. Tuvo que esforzarse para no volver a resbalar y se mantuvo erguido para evitar marearse. ¿Dónde estaba? Con la mente todavía turbia, estudió su aspecto y su entorno.
Iba ataviado con las ligeras prendas de un esclavo akielense, pero estaba limpio, así que debían de haberlo atendido. No obstante, no recordaba cuándo había pasado. Todavía llevaba el collar dorado y las esposas de oro en las muñecas. El collar estaba unido a un eslabón de hierro en el suelo, protegido con un candado.
Una ligera sensación de histeria lo amenazó por un instante: olía levemente a rosas.
En cuanto a la habitación, daba igual dónde mirase; encontraba adornos por todas partes. Las paredes estaban profusamente decoradas. Las puertas de madera eran delicadas como una mampara y estaban talladas con un diseño repetitivo que incluía huecos que permitían intuir lo que había al otro lado. Las ventanas estaban tapadas de manera similar. Incluso las losetas del suelo eran de varios colores y estaban dispuestas en un patrón geométrico.
Daba la impresión de que eran estampados dentro de estampados, tal como las intrincadas creaciones de la mente vereciana. Todo encajó de repente: voces verecianas, la humillante presentación ante el consejero Sunwoo —«¿Todos los nuevos esclavos están atados?»—, el barco y su destino.