—Quiero la mejor habitación —dijo KyungSoo—. Con cama grande y baño privado. Y si mandas a algún sirviente, descubrirás de la peor manera posible que no me gusta compartir.
Le dedicó una mirada larga y fría al posadero.
—Es caro —comentó JongIn al mesonero a modo de disculpa.
Entonces, observó al hombre evaluar el coste de las ropas de KyungSoo y de su pendiente de zafiro —un regalo del rey para su favorito— y el probable coste del propio KyungSoo, con aquel rostro y aquel cuerpo. JongIn percibió que estaba a punto de cobrarle tres veces el precio vigente de todo.
Decidió de buen humor que no le importaba ser generoso con el dinero del príncipe.
—¿Qué tal si nos buscas una mesa, mascota? —preguntó, saboreando el momento. Y el mote.
KyungSoo obedeció. JongIn se retrasó para pagar en abundancia por el cuarto y dar las gracias al mesonero.
Mantuvo la mirada fija en KyungSoo, que incluso en los mejores momentos era imprevisible. El príncipe fue directo a la mejor mesa, lo bastante cerca del fuego para disfrutar del calor, pero no tan cerca como para impregnarse del olor del venado que se asaba lentamente. Como era la mejor mesa, estaba ocupada. KyungSoo la vació con lo que pareció ser una mirada, o una palabra, o el simple hecho de su aproximación.
El pendiente no era un disfraz discreto. Todos los hombres de la sala común de la posada se tomaron su tiempo para echarle un buen vistazo a KyungSoo. Una mascota. La arrogancia de su mirada fría proclamaba que nadie podía tocarlo. El pendiente decía que solo un hombre podía hacerlo. Eso hacía que pasase de inalcanzable a exclusivo, un placer elitista que ninguno de los presentes se podía permitir.
Pero aquello era una ilusión. JongIn se sentó a la mesa delante de KyungSoo, en uno de los bancos largos.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Ahora esperamos —contestó el príncipe.
Acto seguido, se levantó, rodeó la mesa y se sentó junto a JongIn, tan cerca como un amante.
—¿Qué hacéis?
—Verosimilitud —dijo KyungSoo. El pendiente lo deslumbró—. Me alegro de haberte traído. No esperaba tener que arrancar cosas de las paredes. ¿Vas a burdeles a menudo?
—No.
—Nada de burdeles. ¿Prostitutas que acompañan a las tropas? —preguntó KyungSoo. Luego—: Esclavos. —Y después, tras la satisfacción de una pausa, añadió—: Akielos, el jardín de los placeres. Entonces te gusta que los demás sean esclavos, pero tú no.
JongIn se movió en el banco largo y lo miró.
—No te pongas tenso —dijo KyungSoo.
—Habláis más cuando estáis incómodo.
—Señor —dijo el posadero, y JongIn se volvió. KyungSoo no—. Vuestro cuarto estará listo en breve. Es la tercera puerta subiendo las escaleras. Jehan os llevará vino y comida mientras esperan.
—Vamos a intentar divertirnos. ¿Quién es ese? —indagó KyungSoo.
Estaba mirando a un hombre más viejo al otro lado de la sala, con el cabello que parecía un puñado de paja que se dejaba ver debajo de una boina de lana sucia. Estaba sentado en una mesa oscura en la esquina y barajaba unas cartas como si fuesen su bien más preciado aunque estuviesen marcadas y llenas de grasa.
—Yoon-sung. No juguéis con él. Ese hombre tiene ansia. No le llevará más de una noche quedarse con vuestras monedas, joyas y chaqueta.
Tras ofrecer ese consejo, el mesonero se retiró.