KyungSoo le aseguró que lo mejor era mantener a Sooyoung dentro de la carreta hasta que se hubiese realizado el intercambio, por lo que fueron solos al Salón de los Reyes.
Eso se ajustaba al protocolo del lugar. En el Salón de los Reyes se hacía cumplir sus leyes contrarias a la violencia con rigor. Era un santuario, un lugar para parlamentar que se regía por un decreto de paz desde hacía siglos. Los peregrinos podían entrar, pero los grupos de soldados no estaban permitidos dentro de sus murallas.
El trayecto hasta allí consistía en tres tramos. Primero había que atravesar las extensas llanuras. Después, pasar las puertas. Y, por último, entrar en el vestíbulo, y de ahí acceder a la cámara interior que albergaba la Piedra del Rey. El Salón de los Reyes era una corona de mármol blanco en el horizonte que dominaba la vasta y polvorienta llanura desde la única loma que había. Todos los soldados del Salón de los Reyes, vestidos de blanco, los verían llegar: dos humildes peregrinos a caballo dispuestos a hacer una ofrenda.
—Estáis a punto de entrar en el Salón de los Reyes. Manifestad vuestro propósito.
Casi no se le oía, pues les hablaba desde nada menos que quince metros de altura. JongIn se protegió los ojos del sol con la mano y gritó:
—¡Somos viajeros! ¡Vamos a la Piedra del Rey a rendir homenaje!
—Viajero, presta juramento y sé bienvenido.
Una cadena chirrió y el rastrillo se levantó. Atravesaron la enorme y pesada puerta de hierro, rodeada por cuatro inmensas torres de piedra, como en Karthas, y subieron con sus caballos hasta las puertas.
Una vez dentro, desmontaron y se encontraron con un hombre mayor cuya capa blanca estaba asida a su hombro por un broche de oro. Cuando entregaron con mucha ceremonia una gran cantidad de oro como tributo, se acercó a ellos para colocarles una banda blanca alrededor del cuello. JongIn tuvo que agacharse un poco.
—Este es un lugar de paz. Ni se asestan golpes ni se desenvainan espadas. El hombre que perturbe la paz del Salón de los Reyes deberá someterse a la justicia del monarca. ¿Prestáis juramento? —preguntó el anciano.
—Sí —contestó JongIn.
El hombre se volvió hacia KyungSoo, que también dio su palabra:
—Sí.
Y entraron.
No esperaba la tranquilidad del lugar, las diminutas flores que crecían en las laderas cubiertas de hierba que conducían al antiguo salón ni los enormes bloques de piedra prominente, vestigios de su primera estructura. Solo había estado allí durante ceremonias; los kyroi y sus hombres abarrotaban las laderas y su padre se erguía poderoso en el salón.
La primera vez que había estado allí era un bebé y su padre lo sostuvo en alto para presentárselo a los kyroi. JongIn había oído la historia en múltiples ocasiones. El rey lo había alzado, conocía la alegría de la nación por el nacimiento de un heredero tras años de abortos naturales de una reina aparentemente incapaz de tener hijos.
En las versiones de la historia nadie hablaba del pequeño SeHun de nueve años, que observaba desde un rincón la ceremonia en la que concedían a un bebé lo que le habían prometido a él.
Lo habían coronado allí. Había convocado a los kyroi como había hecho HyunKi tiempo atrás y lo habían coronado a la vieja usanza, acompañado de los kyroi y con los rostros impasibles de los centinelas del Salón de los Reyes mirando.
Ahora esos centinelas los flanqueaban. Formaban una guarnición militar independiente que siempre estaba presente. Se había elegido a los mejores de cada provincia con una neutralidad escrupulosa para que sirvieran durante dos años. Vivían en el complejo de edificios de apoyo, abarrotaban los cuarteles y los gimnasios, donde dormían, despertaban y entrenaban con una disciplina impecable.