Después de que la primera repercusión de la alianza afectase a Yunsoo, el anuncio de la mañana fue menos personal, pero más difícil, y se hizo a mayor escala.
Los heraldos habían galopado de un lado a otro entre sus campamentos desde antes del amanecer. Los preparativos para el anuncio se habían llevado a cabo antes de que el campamento despertara bajo una luz grisácea. Organizar reuniones de ese tipo llevaba meses. Si no hubiese sido porque conocía a KyungSoo, habría pensado que la velocidad a la que se desarrollaba esta era vertiginosa.
JongIn convocó a Johnny a la tienda de mando y ordenó a su ejército que se presentara ante él para escuchar su discurso. Se sentó en el trono de audiencias. A su lado, había un asiento de roble vacío y Yunsoo estaba detrás de él. Observó a los soldados ocupar sus puestos; mil quinientos hombres disciplinados en filas. La vista de JongIn abarcaba la extensión de los campos en su totalidad: su ejército formaba dos bloques frente a él separados por un camino despejado que conducía directamente al pie del trono de JongIn, bajo su carpa.
Había sido decisión de JongIn no comunicar la noticia a Johnny en privado; prefirió convocarlo allí para que escuchase su discurso, tan ajeno a lo que se avecinaba como los soldados. Era un riesgo, y cada faceta del mismo debía tratarse con cuidado. Johnny, con un cinturón con muescas, tenía el ejército provincial más grande del norte y, aunque técnicamente era un abanderado a las órdenes de Yunsoo, era poderoso por derecho. Si se marchaba enfadado con sus hombres, acabaría con las posibilidades de JongIn de salir victorioso en una campaña.
JongIn se percató de la reacción de Johnny cuando el emisario vereciano entró galopando en su campamento. Johnny era muy irascible. Había desobedecido a reyes antes. Había roto el tratado de paz solo unas semanas antes y había lanzado un contraataque personal contra Vere.
—Su alteza, KyungSoo, príncipe de Vere y Acquitart —anunció el emisario, y JongIn notó que los hombres que lo rodeaban en la tienda reaccionaron.
Yunsoo no movió ni una pestaña, aunque JongIn advirtió que estaba tenso. Se le aceleró el corazón, pero su rostro permanecía impasible.
Cuando un príncipe se reunía con otro se seguía un protocolo. No se saludaban a solas en una tienda diáfana. Ni acababa uno en el suelo de la sala de audiencias de palacio, encadenado.
La última vez que la realeza de Akielos y Vere se habían reunido solemnemente había sido hacía seis años, en Marlas, cuando el regente había capitulado ante el padre de JongIn, el rey HyunKi. Por respeto a los verecianos, JongIn no estuvo presente, pero recordaba la satisfacción de saber que la realeza vereciana se postraba ante su padre. Le gustó. Se dijo que seguramente le había gustado tanto como a sus hombres les disgustaba lo que estaba sucediendo hoy, y por las mismas razones.
Los estandartes verecianos eran visibles, inundaban el campo; seis en horizontal y treinta y seis en vertical, con KyungSoo cabalgando a la cabeza.
JongIn aguardó, sentado con poderío en el trono de roble, con los brazos y los muslos desnudos al estilo akielense. Su ejército se desplegaba ante él en filas impecables e inmóviles.
No se produjo el alborozo que había recibido a KyungSoo a su llegada a las ciudades y pueblos de Vere. Nadie se desmayó ni aplaudió, ni arrojó flores a sus pies. El silencio reinaba en el campamento. Los soldados akielenses lo observaron atravesar sus filas para dirigirse al pabellón, iluminados por la luz del sol; sus armaduras, sus hojas afiladas y las puntas de sus lanzas destellaban tras pulirlas después de haberlas empleado recientemente para matar.
Pero se paseaba con la elegancia, la sencillez y la insolencia de siempre, con su brillante cabello al aire. No llevaba armadura ni ningún símbolo que identificase su rango salvo la diadema de oro que le ceñía la frente. Pero cuando bajó del caballo y le lanzó las riendas a un criado, todas las miradas estaban fijas en él.