La primera coalición militar entre Vere y Akielos partió de Fortaine por la mañana, después de que ejecutasen a los hombres de Johnny. Hubo muy pocos contratiempos y la moral de los soldados se vio reforzada gracias a las ejecuciones públicas.
Aunque no fue el caso de Johnny. JongIn observó al general revolverse en la silla y, luego, tirar con fuerza de las riendas. Sus hombres formaban una hilera de capas rojas que se extendían a lo largo de la mitad de la línea.
Sonaron los cuernos. Se alzaron los estandartes. Los heraldos ocuparon sus puestos. El emisario akielense se situó a la derecha, el vereciano a la izquierda, y procuraron que sus estandartes estuviesen a la misma altura. El heraldo vereciano se llamaba Junseong y tenía unos brazos muy fuertes, pues los estandartes pesaban.
JongIn y KyungSoo cabalgaban el uno al lado del otro. Ninguno montaba el mejor caballo. Ninguno llevaba la armadura más cara. JongIn era más alto, pero, como había apuntado Junseong con una expresión inescrutable, no se podía hacer nada al respecto. JongIn descubrió que Junseong tenía algo en común con KyungSoo: no era fácil saber cuándo bromeaba.
Condujo su caballo al lado de el del príncipe vereciano, a la cabeza de la fila. Era un símbolo de su unidad; el príncipe y el rey montaban juntos, como amigos. No apartaba la vista del camino.
—En Marlas, dormiremos en habitaciones contiguas —le informó JongIn—. Así lo exige el protocolo.
—Por supuesto —aceptó KyungSoo. Tampoco le quitaba ojo al camino.
KyungSoo no daba señales de dolor y estaba sentado con la espalda recta, como si no le hubiera pasado nada en el hombro. Se mostró agradable con los generales e incluso mantuvo una amena conversación con Yunsoo cuando este le habló.
—Espero que el joven herido os fuese devuelto sin incidentes.
—Gracias, regresó con JunMyeon —dijo KyungSoo.
«¿A por un ungüento?», estuvo a punto de soltar JongIn, pero se calló.
Marlas estaba a un día de camino y avanzaban a buen ritmo. Los ruidos llenaban el aire. Los soldados y los batidores iban delante, mientras que los sirvientes y los esclavos iban a la zaga. Unos pájaros alzaron el vuelo y un rebaño de cabras huyó despavorido ladera abajo cuando pasaron por su lado.
Por la tarde llegaron al pequeño puesto de mando del que se encargaban los soldados de Yunsoo y que supervisaba una torre de señal akielense. Lo atravesaron.
El paisaje al otro lado no parecía distinto: fértiles campos de hierba, verdes tras una primavera de lluvias abundantes, erosionado en los acantilados por los que pasaban. Instantes después sonaron los cuernos, triunfantes y desoladores al mismo tiempo; el cielo y el vasto paisaje abierto que los rodeaba amortiguaron el sonido.
—Bienvenido a casa —dijo Yunsoo.
Akielos. Tomó una bocanada de aire akielense. Durante los meses que había estado cautivo, pensaba en ese momento. No pudo evitar mirar a KyungSoo, a su lado; mantenía una actitud y un semblante relajados.
Atravesaban la primera aldea. Cerca de la frontera, las grandes granjas tenían muros de piedra rudimentarios por fuera, y algunas se asemejaban a fortalezas improvisadas, con puestos de observación o sistemas de defensa de comprobada eficacia. No les sorprendería que desfilase el ejército, y JongIn estaba preparado para las diferentes reacciones de sus compatriotas.
Había olvidado que solo hacía seis años que Delpha había pasado a ser una provincia akielense y, que antes de eso, durante toda su vida, estos hombres y mujeres habían sido ciudadanos de Vere.
Los rostros mudos de hombres, mujeres y niños se apiñaban en las puertas y bajo los toldos mientras el ejército marchaba por sus tierras.
Atenazados por el miedo, habían salido de sus hogares para contemplar los primeros estandartes verecianos que se izaban en aquel territorio en seis años. Uno había fabricado una estrella tosca con palos. Una niña la sostenía en alto; un reflejo de lo que veía.