—¡Ay! —Masculló JongIn mientras apretaba los dientes.
—Estate quieto —ordenó el médico.
—No eres más que un patán torpe y grosero —replicó JongIn en su idioma.
—Y cierra el pico. Esto es un ungüento medicinal —explicó el hombre.
A JongIn no le gustaban los galenos de palacio. Durante las últimas semanas de la dolencia de su padre, el cuarto del enfermo se llenó de ellos. Cantaron, murmuraron declaraciones, lanzaron huesos de adivinación al aire y le administraron varios remedios, pero su padre no hizo más que empeorar. No opinaba lo mismo de los pragmáticos cirujanos militares que habían trabajado incansablemente con el ejército durante la campaña. El cirujano que lo atendió en Marlas le cosió el hombro sin la más mínima queja y frunció el ceño por toda objeción cuando JongIn se subió a un caballo a los cinco minutos.
Los médicos verecianos no eran así. Le advertían que no debía moverse, le daban infinitas instrucciones y le cambiaban los vendajes continuamente. El que lo atendía vestía una bata que le llegaba hasta el suelo y un sombrero en forma de hogaza de pan. JongIn no notaba que la pomada surtiese algún efecto en su espalda, si bien desprendía un agradable olor a canela.
Hacía tres días de los azotes. JongIn no recordaba con claridad meridiana que lo hubiesen desatado del poste de flagelación y llevado de vuelta a su cuarto. Los recuerdos borrosos que tenía del trayecto le confirmaban que había hecho el viaje a pie... Al menos la mayor parte de él.
Recordaba haberse apoyado en dos guardias, allí, en aquella habitación, mientras JungSoo contemplaba horrorizado su espalda.
—¿De verdad el príncipe... ha hecho esto?
—¿Quién sino? —preguntó JongIn.
JungSoo se acercó y le propinó un bofetón; fue un bofetón fuerte, y el hombre llevaba tres anillos en cada dedo.
—¿Qué le has hecho? —exigió saber JungSoo.
Esa pregunta pareció hacerle gracia a JongIn. Debió de reflejarse en su rostro, porque un segundo bofetón mucho más fuerte siguió al primero. El escozor despejó por un momento las tinieblas que se cernían sobre su visión; JongIn aprovechó que dominaba más su consciencia para aferrarse a ella. Desmayarse no era algo desconocido para él, pero era un día de novedades, y no correría riesgos.
«No lo dejes morir todavía». Aquellas fueron las últimas palabras de KyungSoo.
La palabra del príncipe era ley. Así pues, por el pequeño precio de la piel de su espalda, recibió una serie de concesiones durante su encarcelamiento, incluido el dudoso privilegio de que aquel galeno lo toquetease con regularidad.
Una cama sustituyó los cojines del suelo para que se acostara cómodamente boca abajo (para protegerle la espalda). Asimismo, le proporcionaron mantas y varias gasas de colores, aunque solo debía usarlas para tapar la mitad inferior del cuerpo (para protegerle la espalda). La cadena se mantuvo, pero en lugar de estar enganchada al collar, estaba sujeta a una de las esposas de oro (para protegerle la espalda). La preocupación por su espalda también le pareció divertida.
Lo bañaban a menudo: le lavaban la piel con delicadeza con una esponja y una tinaja de agua. Después, los sirvientes se deshacían del líquido, que el primer día se tiñó de rojo.
Para sorpresa de JongIn, el mayor cambio no tuvo que ver ni con el mobiliario ni con las rutinas, sino con la actitud de los criados y los hombres que lo custodiaban. JongIn esperaba que reaccionaran como JungSoo, con animosidad y furia. En cambio, los criados lo trataban con simpatía y los guardias mostraban cierta camaradería, lo que era todavía más inesperado. Si el combate en la arena había demostrado que JongIn peleaba tan bien como ellos, al parecer, el hecho de que lo machacasen bajo el látigo del príncipe lo había convertido en su colega. Daba la sensación de que hasta Haknyeon, el guardia alto que lo había amenazado después del combate, le empezaba a tomar cariño. Al examinarle la espalda, Haknyeon nombró al príncipe —no sin orgullo— puta de hierro forjado y le dio una alegre palmada en el hombro a JongIn, lo que lo dejó momentáneamente lívido.