KyungSoo despertó poco a poco. La luz era tenue. Tenía la impresión de que algo le impedía moverse: le habían atado las manos a la espalda. Una punzada en la base del cráneo le informó de que lo habían golpeado en la cabeza. También le pasaba algo en el hombro. Era un dolor de lo más molesto e inoportuno. Se lo habían dislocado.
Mientras pestañeaba y se revolvía, percibió vagamente un olor rancio y una atmósfera fría que le hizo pensar que estaba bajo tierra. Su cerebro era cada vez más consciente de lo que había sucedido: le habían tendido una emboscada y lo habían ocultado bajo tierra. Y dado que no parecía que hubiesen acarreado su cuerpo durante días, eso quería decir que...
Abrió los ojos y se encontró con la mirada y la nariz chata de HyunJun.
—Hola, princesa.
El pánico hizo que se le acelerara el pulso en un acto reflejo; la sangre le corría por debajo de la piel como si no tuviese escapatoria. Con mucho cuidado, se obligó a no hacer nada.
La celda en sí medía apenas un metro cuadrado. Tenía una entrada con reja y ninguna ventana. Al salir por la puerta, había un pasadizo de piedra en el que brillaba una luz parpadeante. El titileo se debía a una antorcha que había a ese lado de los barrotes, no a los golpes que le habían propinado en la cabeza. En la celda no había nada, salvo la silla a la que estaba atado. Era de roble macizo y daba la impresión de que la habían llevado ahí por él, lo cual era un gesto educado o siniestro según se mirase. La luz de la antorcha iluminaba la suciedad que se amontonaba en el suelo.
El recuerdo de lo que les había sucedido a sus hombres lo asaltó y, con esfuerzo, lo desterró de su mente. Sabía dónde estaba. Lo habían llevado a los calabozos de Fortaine.
Comprendió que iba a morir, pero no sin antes pasar por un proceso largo y doloroso. Tuvo la absurda esperanza, propia de un chiquillo, de que alguien acudiría en su ayuda y, con delicadeza, la desechó. Desde los trece años no tenía a nadie que lo rescatase, pues su hermano ya no estaba. Se preguntó si sería posible conservar algo de dignidad en semejante situación y, en cuanto se le ocurrió, descartó la idea. Aquello no iba a tener nada de digno. Pensó que si las cosas se ponían feas, podría precipitar el final. No le costaría nada provocar a HyunJun para que le asestase un golpe mortal.
Pensó que MinSeok no habría tenido miedo al encontrarse solo e indefenso ante un hombre cuya intención hubiera sido matarlo. Así pues, su hermano pequeño tampoco tenía nada de que preocuparse.
Era más difícil desentenderse de la batalla, dejar sus planes a medias, aceptar que la fecha límite había llegado y había expirado, y que pasase lo que pasase ahora en la frontera, él no formaría parte de ello. Cómo no, el esclavo akielense supondría que las fuerzas verecianas lo habrían traicionado, tras lo cual lanzaría una ofensiva noble y suicida en Charcy que, seguramente y contra todo pronóstico, le acabaría dando la victoria.
Si ignoraba el hecho de que estaba herido y atado, era un uno contra uno, no lo tenía tan mal; de no ser porque advertía la mano invisible de su tío manejando los hilos, como siempre.
Uno contra uno. Debía pensar en lo que podría hacer a la hora de la verdad. En su mejor momento, no podría disputar un combate cuerpo a cuerpo con HyunJun y ganar. Y tenía el hombro dislocado. No conseguiría nada aunque pudiese luchar sin estar atado. Se lo dijo a sí mismo una vez, y otra, para así reprimir el deseo de forcejear, tan inherente y básico.
—Estamos solos —ratificó HyunJun—. Solos tú y yo. Mira. Mira bien. No hay salida. Ni siquiera tengo la llave. Cuando acabe contigo, vendrá alguien a abrir la celda. ¿Qué me dices?
—¿Qué tal el hombro? —preguntó KyungSoo.
El puñetazo lo tiró hacia atrás. Cuando levantó la cabeza, disfrutó de la mirada que le lanzaba HyunJun, del mismo modo que había disfrutado el golpe, aunque fuese un poco masoquista. Como se le veía en la cara, HyunJun volvió a atizarle. O controlaba el arrebato de histeria o el asunto acabaría demasiado rápido.