—Capitán.
JongIn había dado tres pasos fuera de la sala de la torre cuando Haesol lo saludó con la clara intención de entrar en la sala.
—Inwoo ha vuelto y está vigilado, y los hombres se han calmado. Puedo informar al príncipe y...
Percibió que se había colocado físicamente en el camino de Haesol.
—No. Nadie entra.
Una rabia irracional brotó en su interior. Detrás de él se encontraba la puerta cerrada de los aposentos de la torre, una barrera que llevaba al desastre. Haesol debía saber que era mejor no entrar y empeorar el humor de KyungSoo.
—¿Hay órdenes sobre qué hacer con el prisionero?
«Tira a Inwoo desde las murallas».
—Mantenlo confinado en sus aposentos.
—Sí, capitán.
—Quiero que toda esta zona quede aislada. Y Haesol...
—Sí, ¿capitán?
—Esta vez, quiero que permanezca realmente aislada. No me importa quién esté a punto de ser importunado. Nadie debe entrar aquí, ¿entendido?
—Sí, capitán. —Haesol hizo una reverencia y se retiró.
JongIn apoyó las manos en la almena de piedra, imitando inconscientemente la pose de KyungSoo; la línea de su espalda era lo último que había visto antes de apoyar la palma de la mano en la puerta.
El corazón le latía con fuerza. Quería crear una barrera que protegiese a KyungSoo de cualquiera que se entrometiese. Mantendría ese perímetro limpio, aunque eso significase vigilar aquellas almenas y patrullarlas personalmente.
Sabía que después de tener tiempo a solas para pensar, el control volvía y la razón vencía.
La parte de él que no quería derribar a Inwoo de un puñetazo reconocía que tanto Sangyeon como Inwoo habían pasado un mal rato. Había sido un desastre innecesario. Si hubiesen... mantenido las distancias... «Amigos», había dicho en lo alto de las murallas. «¿Es eso lo que somos?». JongIn cerró los puños. Inwoo era un provocador empedernido, y además era sumamente inoportuno.
Llegó a los pies de la escalera y dio la misma orden a los soldados que había dado a Haesol para que vaciasen la zona.
Pasaba mucho de la medianoche. Una sensación de cansancio y de pesadez se apoderó de él y, de repente, se percató de que faltaban pocas horas para el amanecer. Los soldados empezaban a marcharse, vaciando el espacio a su alrededor. La idea de detenerse, de darse un momento para pensar, era terrible. Allí fuera no había nada, solo las últimas horas de oscuridad y la larga cabalgada al amanecer.
Antes de darse cuenta, había agarrado a uno de los hombres por el brazo, impidiéndole seguir a los otros.
El hombre se detuvo.
—¿Capitán?
—Cuida del príncipe —le ordenó—. Asegúrate de que tenga todo lo que necesite. Cuídalo. —Era consciente de la incongruencia de sus palabras y de su agarre firme en el brazo del soldado. Cuando intentó retirar la mano, apretó con más fuerza—. Merece tu lealtad.
—Sí, capitán.
El hombre asintió con la cabeza y JongIn lo observó subir las escaleras en su lugar.
Le llevó mucho tiempo terminar con sus preparativos y, después, encontró a un criado que lo llevó a sus aposentos. Tuvo que abrirse camino a través de los restos de la fiesta: había copas de vino tiradas, Howon roncaba y algunas sillas estaban volcadas tras alguna pelea o una danza demasiado vigorosa.