Tras separarse de forma abrupta, JongIn se detuvo enfrente de KyungSoo en una de las islas de luz donde las antorchas titilantes ardían a intervalos. Las almenas se prolongaban a su alrededor, y Sangyeon, a algunos metros de distancia, se detuvo al aproximarse.
—Ordené que el lugar se despejara —dijo JongIn.
Sangyeon se estaba entrometiendo. En casa, en Akielos, solo necesitaría apartar los ojos de lo que hacía y ordenar «déjanos», y la intromisión desaparecería. Luego, podría volver a su tarea.
A lo que, gloriosamente, estaba haciendo. Estaba besando a KyungSoo y nadie debía interrumpirlo. Sus ojos se volvieron con sinceridad y posesión hacia su objeto: KyungSoo parecía como cualquier joven al que hubieran empujado contra una almena y besado. El cabello despeinado en la nuca de KyungSoo era maravilloso. Su mano había yacido allí.
—No he venido por usted —dijo Sangyeon.
—Entonces di a qué has venido y márchate.
—Mi asunto es con el príncipe.
Su mano había yacido allí y había ascendido por su pelo dorado, suave y cálido. Interrumpido, el beso estaba vivo entre ellos, en sus ojos oscuros y sus pulsaciones. Su atención se volvió a centrar en el intruso. La amenaza que Sangyeon representaba para él lo alteraba. Lo que había sucedido no sería amenazado por nada ni por nadie.
KyungSoo se apartó del muro.
—¿Has venido a alertarme de los riesgos de tomar decisiones de mando en la cama? —preguntó.
Hubo un silencio breve y espectacular. Las llamas de las antorchas alcanzaban los altos muros por la acción del viento. Sangyeon permaneció inmóvil.
—¿Algo que decir? —insistió KyungSoo.
Sangyeon evitaba acercarse a ellos. Tenía la misma aversión persistente en su voz.
—No con él aquí.
—Es tu capitán —dijo.
—Sabe muy bien que debería irse.
—¿Mientras comparamos observaciones sobre abrirse de piernas al enemigo? —respondió KyungSoo.
Ese silencio fue peor. JongIn sintió la distancia entre él y KyungSoo con todo su cuerpo, cuatro pasos infinitos por el almenaje.
—¿Y bien? —dijo KyungSoo.
Los ojos de Sangyeon, llenos de rabia, buscaron a JongIn. Pero no dijo: «Él es JongIn de Akielos», aunque parecía haber llegado al límite absoluto de repulsa con lo que acababa de ver, y el silencio se extendió, denso y tangible con lo que había debajo.
JongIn dio un paso al frente.
—A lo mejor...
Más sonidos en la escalera, los golpes de pasos urgentes. Sangyeon se volvió. Haesol y otro soldado acudían al área que había mandado despejar. JongIn se pasó la mano por el rostro. Todo el mundo en el fuerte se dirigía a la zona que había ordenado despejar.
—Capitán, pido disculpas por desobedecer sus órdenes. Pero hay un problema ahí abajo.
—¿Un problema?
—A un grupo de hombres se les metió en la cabeza la idea de retozar con uno de los prisioneros.
El mundo no se iba a ninguna parte. El mundo invasivo volvía con sus preocupaciones, las cuestiones de disciplina, los mecanismos de capitanía.
—Hay que tratar bien a los prisioneros —dijo JongIn—. Si algunos hombres han bebido demasiado, sabéis cómo detenerlos. Mis órdenes fueron claras.