JongIn dejó al hombre atrás, roto y vacío después de revelar cuanto sabía. Tiró de la cabeza de su caballo para que diese la vuelta y partió a toda prisa en dirección al campamento.
No tenía elección. Iba con demasiado retraso para ayudar a KyungSoo en la ciudad. Tenía que concentrarse en lo que podía hacer, pues había más cosas en juego que la vida de KyungSoo.
El hombre formaba parte de un grupo de mercenarios acampados en las montañas de Nesson. Habían planeado un asalto en tres fases: después de atacar a KyungSoo en la ciudad, se produciría una sublevación entre las tropas del príncipe. Y si KyungSoo y sus hombres sobrevivían de algún modo y conseguían, en su perjudicado estado, continuar hacia el sur, caerían en la emboscada de los mercenarios de las montañas.
No fue fácil sonsacarle toda la información, pero JongIn le había proporcionado al mercenario un aliciente constante, metódico y despiadado.
El sol ya estaba en su cénit y volvía a ponerse lentamente. Para tener oportunidad de alcanzar el campamento antes de que los soldados rebeldes atacasen, debía apartar a su caballo del camino y cabalgar en línea recta por los campos, como volaban los cuervos.
No dudó y espoleó al caballo para subir la primera ladera.
El viaje fue una carrera loca y peligrosa por los filos inestables de los cerros. Todo llevaba demasiado tiempo. El terreno irregular reducía la velocidad del caballo; las rocas de granito eran traicioneras y afiladas como navajas y el animal estaba cansado, por lo que el riesgo de tropezar era mayor. Se mantuvo donde el terreno parecía más firme; cuando era preciso, dejaba que el caballo escogiera su propio camino por la desafortunada tierra.
A su alrededor había un paisaje silencioso y salpicado de granito, de tierra batida y césped silvestre; y, en su interior, el conocimiento de una triple amenaza.
Era una estrategia que olía al regente. Todo aquello era una compleja artimaña que se extendía a lo largo del paisaje para separar al príncipe de sus tropas y de su mensajero, de modo que salvar a uno significaba sacrificar al otro. Tal como KyungSoo había demostrado. El príncipe, para salvar al mensajero, había arriesgado su seguridad al despachar a su único protector.
Por un momento, JongIn intentó pensar en la situación de KyungSoo, intentar adivinar cómo escaparía el príncipe de quienes lo perseguían, lo que haría. Y se percató de que no lo sabía. No tenía ni la más remota idea. Era imposible preverlo.
KyungSoo, un hombre exasperante y obstinado, era insoportable de la cabeza a los pies. ¿Acaso había esperado que atacasen todo este tiempo? Su arrogancia era insufrible. Como se hubiese expuesto a propósito para que lo atacasen o lo pillasen tramando una de sus jugarretas... JongIn maldijo y concentró su atención en el trayecto hasta el campamento.
Estaba vivo. Esquivaba todo lo que se merecía. Era escurridizo y astuto, y se había librado del ataque en la ciudad con artimañas y arrogancia, como siempre.
Maldito KyungSoo. El príncipe que se había tumbado junto al fuego parecía muy lejano, con el cuerpo estirado, relajado, conversando... JongIn creyó que ese recuerdo estaba ligado de modo inextricable al brillo del pendiente de zafiros de Nicaise, el murmullo de la voz de KyungSoo en su oído, la intensa emoción de la persecución, de tejado en tejado, todo ello entrelazado en una noche larga, loca e interminable.
El suelo se despejó a sus pies y, en el instante en que eso sucedió, clavó los talones en las ijadas del animal, ya cansado, y aceleró.
No lo recibieron los jinetes, lo que hizo que su corazón latiese con gran fuerza. Columnas de humo negro se elevaban en el aire; sentía su denso y desagradable olor. JongIn condujo al caballo por el último tramo hasta el campamento.