Podría haber sido una simple intrusión. La decisión de JongIn de seguir a los jinetes obligó a los hombres a cabalgar junto a él en la penumbra que precede al amanecer. Salieron de Marlas y se dirigieron al oeste a través de los extensos campos. Pero no encontraron nada hasta que llegaron al primer poblado.
Primero, percibieron el olor. Un denso y acre olor a humo que soplaba desde el sur. Las granjas más lejanas estaban desiertas y ennegrecidas por el fuego, que aún ardía en algunos lugares. Había grandes extensiones de tierra quemada que espantaban a los caballos con su alarmante calor a su paso.
Empeoró cuando entraron con los animales en la aldea. Como comandante experimentado, JongIn sabía lo que sucedía cuando los soldados cabalgaban por tierras pobladas. Una vez advertidos, tanto los jóvenes como los viejos, las mujeres y los hombres, intentaban dirigirse al campo y utilizaban las colinas como refugio, junto a su mejor ganado o las provisiones que pudiesen reunir. Si no eran advertidos, quedaban a merced del líder de la tropa; el más benevolente haría que sus hombres pagaran por las provisiones que habían tomado y por las hijas e hijos con los que se habían entretenido. Al principio.
Pero debido a que aquello era diferente a la vibración que producen los cascos en la noche, sumidos en una confusión enardecedora, no tuvieron oportunidad de escapar; solo contaron con el tiempo suficiente para atrancar las puertas.
Encerrarse dentro de sus hogares era un recurso instintivo, pero no útil. Cuando los soldados prendieron fuego a las casas, tendrían que haber salido.
JongIn desmontó. Sus talones pisaron la tierra ennegrecida y observó los restos que quedaban de la aldea. KyungSoo estaba deteniendo a su caballo detrás de él; era una pálida y delgada figura en comparación con Johnny y el resto de los akielenses que cabalgaban a la tenue luz del amanecer.
Había una sombría familiaridad en los rostros verecianos y akielenses. Breteau se encontraba en las mismas condiciones. Y Tarasis. Aquella no era la única aldea desprotegida que había quedado arrasada por un ataque.
—Envía a una partida tras los jinetes. Nosotros nos quedaremos aquí para enterrar a los muertos.
Mientras hablaba, JongIn vio que un soldado liberaba a un perro de la cadena de la que tiraba. Con el ceño fruncido, observó que este atravesó a toda velocidad la aldea, se detuvo en una de las construcciones más alejadas y comenzó a rascar la puerta.
Frunció más el ceño. La edificación estaba alejada del conjunto de casas. Permanecía intacta. La curiosidad hizo que se acercara; las botas se le tiñeron de gris a causa de la ceniza. El perro emitía un gemido agudo y chirriante. Llevó la mano a la puerta de la casa y se dio cuenta de que estaba cerrada. Habían echado el pestillo por dentro.
A su espalda, una temblorosa voz infantil dijo:
—Ahí no hay nada. No entres.
Se volvió. Era una criatura de nueve años, de género indeterminado; probablemente era una niña. Pálida, había emergido de la pila de leña amontonada junto a la pared de la edificación.
—Ya que no hay nada, entremos —contestó KyungSoo. El príncipe se mantenía tranquilo, con su sempiterna y exasperante lógica, a medida que avanzaba a pie; a su lado se encontraban tres soldados verecianos.
—Es solo una vieja construcción —arguyó la niña.
—Mira. —KyungSoo se arrodilló frente a la chica y le enseñó la estrella de su anillo—. Somos amigos.
—Mis amigos están muertos —respondió la niña.
—Echad la puerta abajo —ordenó JongIn.
KyungSoo apartó a la niña. Después de que un soldado la golpease dos veces con el hombro, la puerta cedió. JongIn cambió la empuñadura de la espada por la del cuchillo y se adentró en el reducido espacio.