Capítulo 25 Exequias fúnebres

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El vulpiro naranja emergió del túnel con un poderoso salto, justo antes de que el torrente de agua que le había pisado los talones hasta entonces bullera de la boca del túnel con una intensidad inusitada. Sobre su lomo, el cuerpo ensangrentado y exhausto de Hidan se tambaleó, pero la criatura no perdió el tiempo y comenzó a trepar el acantilado, aferrándose con sus garras a las rocas con un palpable dolor, como si cada paso fuera una lucha para dejar atrás la tragedia que acababan de vivir.

Cuando finalmente alcanzó la cima, el zorro se unió a los demás supervivientes. Tracia estaba allí, junto a Naali, arrodillada, cuidando del cuerpo sin vida de Elric, de su líder, de su padre. El dolor en los ojos azules de Tracia era un reflejo del mar embravecido detrás de ellos. A su lado, Coga se debatía entre dos realidades igualmente devastadoras: el cuerpo de su padre y el de su amigo Kram. Era incapaz de moverse, paralizado por la pérdida, con las lágrimas deslizándose por su rostro sucio.

Astor, con su grifo negro, se encontraba a unos pasos de distancia, cerrando los ojos de Kram con una solemnidad que no conocía consuelo. Era un acto pequeño, un tributo final a un alumno que había caído con gran honor en el combate, pero la impotencia era evidente en la rigidez de su mandíbula, en la fuerza con la que su mano temblaba al hacer ese último gesto. El luto lo ahogaba, igual que a todos los demás, pero no había tiempo para las lágrimas, no cuando la sombra de una posible amenaza seguía rondando sobre ellos.

Cuando el vulpiro de Elias se acercó con Hidan, todos levantaron la vista, temerosos de lo que verían. El cuerpo del muchacho colgaba como un peso muerto sobre el lomo del zorro, y el grito ahogado de Graown fue el primero en romper el silencio. La enorme ave, con las plumas desordenadas y el miedo reflejado en su mirada, se acercó a toda velocidad. Astor se apresuró a tomar a Hidan en brazos, inclinándose sobre él para buscar signos de vida. Colocó dos dedos en el cuello del joven, temblando al sentir la piel fría. Todos contuvieron la respiración.

– Está vivo. – dijo finalmente, con la voz ronca, casi incrédula.

El alivio fue breve, casi imperceptible, pues el grito de desesperación de Coga resonó en el aire, quebrando la calma momentánea.

– ¡¿Por qué ha pasado esto?! ¡¿Por qué?! – bramó, su voz se desmoronaba en cada sílaba y sus ojos oliva, enrojecidos por las lágrimas, se clavaron en el suelo como si allí estuviera la respuesta que tanto buscaba. Su desesperación era palpable, un dolor que no podía contener más.

Tracia intentó erguirse pese a sus piernas temblorosas, mientras el peso de la culpa y de la responsabilidad la aplastaban.

– ¿No hay nadie más? – preguntó al vulpiro naranja. Su voz rota fue apenas un susurro.

Los ojos del zorro se encontraron con los suyos y, con un lento movimiento de cabeza, la criatura de magia ancestral lo negó. De un grupo de veinticuatro Cazadores, tan solo habían sobrevivido cuatro de ellos.

La caverna submarina, el Santuario de Thalassa, explotó entonces bajo el peso del Mar del Oeste. El remolino gigante que se había formado debido a la fuerza del punto de drenaje en el que se había convertido el Ojo del Mar, desapareció en un instante, dejando solo un vacío inmenso, un silencio atronador que se apoderó de la Bahía Petram.

– Thalassa ya no existe... – murmuró Graown.

Su voz se perdió entre el viento salado y el ruido de las olas que volvían a romper sobre los acantilados. Pero incluso si su corazón se había hecho pedazos, el pájaro, siempre el más sensato, sabía que no podían quedarse allí.

– Debemos irnos de inmediato. Quizá vengan más. – el miedo y la urgencia se mezclaban en sus palabras mientras que su instinto de supervivencia le obligaba a tomar decisiones rápidas y difíciles.

El Cazador de demonios (libro I) La Montaña ProhibidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora