Capítulo 32 Dos historias de amor

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La pregunta quedó suspendida en el aire, y Graown, sorprendido por la sinceridad y vulnerabilidad en la voz de Saya, desvió la mirada hacia las llamas. Reflexionó unos instantes, consciente de que la respuesta que diera podría no ser suficiente, pero también sabía que Saya necesitaba escuchar algo, cualquier cosa que pudiera arrojar un poco de luz en la oscuridad en la que parecía encontrarse tras aquellas visiones.

– Viste a tu madre... ¿Verdad? – quiso saber el ave.

Saya, aún con la mirada fija en las llamas de la hoguera asintió, encogiendo sus rodillas. Graown suspiró, de cierta forma, aliviado.

– El amor... – comenzó el grifo, con voz grave. – Supongo que es algo complicado de definir, pero intentaré explicarlo con lo que sé. – Graown se aclaró la voz. – Es un sentimiento profundo, que puede ser tan ligero como una brisa suave o tan intenso como un huracán. Es lo que te hace preocuparte por alguien más que por ti mismo, lo que te impulsa a proteger a esa persona, a querer verla feliz, incluso si eso significa sacrificarte a ti mismo.

La criatura de magia ancestral hizo una pausa, intentando encontrar las palabras adecuadas.

– Para una madre, el amor es desear el bien para sus hijos, es llorar por sus penas y alegrarse con sus triunfos. Es un lazo que no se rompe, aunque la vida los separe... como te sucedió a ti con tu madre. – el grifo miró a Saya con una mezcla de tristeza y comprensión. – Pero el amor también es confuso y puede causar dolor. A veces, como en tu caso, puede parecer que esos sentimientos están fuera de tu alcance, escondidos tras los muros que tu alma ha levantado para protegerse... O tras una máscara... – se corrigió con pesar. – Pero eso no significa que no estén ahí, esperando el momento de ser liberados.

Saya escuchaba atentamente, su corazón latiendo con fuerza en su pecho mientras intentaba procesar las palabras del pájaro. ¿Era posible que ella aún fuera capaz de amar, de sentir de esa manera? Los recuerdos de su madre, aquellos llenos de su cariño y amor, eran tan cálidos como preciados, pero la simple idea de crear otros nuevos imbuidos de esa emoción la asustaba.

– ¿Crees que... que yo puedo llegar a sentir eso de nuevo? – inquirió Saya, casi en un susurro, como si temiera la respuesta.

Graown asintió lentamente, dejando que en sus ambarinas se reflejara el brillo de las ascuas. Aquella joven se había reprimido durante años. Había sido reprimida, en realidad, llegando incluso a olvidar lo que era una sensación tan humana como lo era el amor de una madre, pero quizá, también lo que era el amor en general.

– Sí, Saya. Creo que sí. – aseveró. – No es fácil, y llevará tiempo, pero el hecho de que te hagas esa pregunta es un primer paso. – le animó. – A veces, el amor no es algo que se entienda con la cabeza, sino con el corazón. Y aunque ahora te parezca distante e incomprensible, estoy seguro de que, poco a poco, empezarás a reconocerlo en ti misma y en quienes te rodean.

Las palabras de Graown quedaron flotando en el aire, mientras Saya volvía a perderse en las llamas. Su mente navegaba entre recuerdos y sentimientos olvidados. No tenía todas las respuestas, pero una pequeña chispa de comprensión comenzaba a arder en su interior, una chispa que, quizás con el tiempo, podría encender un fuego capaz de iluminar no solo su alma, sino también su corazón.

– El amor... Debe ser algo maravilloso. – susurró la joven, en apenas un eco en la quietud de la noche.

Graown la observaba en silencio mientras ella contemplaba la hoguera, donde las llamas danzaban con el viento que se colaba entre los árboles. En su mirada se reflejaba la inocencia de una niña, aunque sus pensamientos estaban lejos de la simpleza de la niñez. Quizá, en medio de aquel pantano, rodeados por las sombras y acechados por peligros invisibles, no era el momento más oportuno para ponderar sobre tales asuntos, y sin embargo, el alma de Saya estaba colmada de incertidumbres que no podían ser silenciadas. Las visiones que había sufrido y la forma en la que Hidan había arriesgado su vida para salvarla, habían dejado en ella una extraña presión en el pecho que, lejos de ser dolorosa, despertaba en su interior un calor que no lograba comprender. Su mente la empujaba a indagar en ese sentimiento que su corazón había relegado al olvido, el sentimiento del amor, que había sido recordado y reconstruido por las palabras del grifo. El amor de su madre, pero también el de su padre, su ternura y protección... Recordaba las noches de tormenta en las que, acurrucada entre los brazos de su madre, sentía que nada podría dañarla. Recordaba el sacrificio de su padre, que incluso en la escasez, cuando las tempestades impedían que sus rudimentarias balsas pudieran faenar, le ofrecía su alimento para que ella no pasara hambre... Todos esos recuerdos eran borrosos, y los rostros de sus padres se desdibujaban en su memoria, pero ese sentimiento permanecía inalterado, como una llama que se niega a extinguirse. Pero había algo que no entendía. ¿Por qué sentía de nuevo ese afecto y ternura ahora que sus padres ya no estaban? Sus manos temblaban y su pulso no era firme, pero tras haber tocado la mano de Hidan, toda su ansiedad se había desvanecido, como si él fuese el único que pudiera calmar la tormenta en su interior, tal como sus padres lo hacían en su niñez.

El Cazador de demonios (libro I) La Montaña ProhibidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora