Capítulo 39 El demonio Halcón

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El túnel del demonio Ratón se extendía ante ellos, amplio y sombrío, mientras una fría corriente de aire se colaba por las grietas de la roca, azotando sus cuerpos, provocando que las llamas de la antorcha que llevaban titilaran peligrosamente, amenazando con apagarse en cualquier momento mientras corrían sin descanso.

– ¿Creéis que ya habremos pasado por debajo del foso? – preguntó Hidan, con la ansiedad reflejada en su voz.

– Ojalá. – gruñó Graown, sus garras resonando contra el suelo rocoso. – Este túnel parece interminable.

– ¡Mirad! – exclamó Saya, extendiendo un brazo hacia adelante. – ¡Se ve luz al fondo! ¡Ya casi hemos llegado!

El grifo y el muchacho dirigieron sus miradas hacia donde ella señalaba y, efectivamente, un débil punto de luz brillaba en la distancia. Un renovado vigor los impulsó a correr con más brío al tiempo que sus corazones latían con fuerza en sus pechos. Finalmente, llegaron a la salida del túnel, donde Hidan cayó de rodillas, jadeando por el esfuerzo, mientras la mestiza de larga cabellera negra se apoyaba en un exhausto Graown.

– Lo logramos... —murmuró la joven, con alivio.

Mientras el joven Cazador recuperaba el aliento, sus ojos recorrieron la pequeña sala de piedra a la que habían llegado. Era una cavidad burdamente excavada, iluminada por dos antorchas que crepitaban en las paredes. Parecía ser una armería improvisada; en la pared izquierda había una abertura que conducía a unas escaleras que ascendían en espiral, y en la derecha, una hilera de lanzas y partisanas se alineaba junto a una colección de herramientas de guerra. Del techo colgaban tenazas, y en el centro de la sala, un viejo yunque reposaba junto a una chimenea apagada y varios barriles. Algunos contenían pólvora y otros estaban llenos de armas: espadas, mazos, hachas y manguales.

Saya se acercó a los barriles, inspeccionando su contenido, mientras Hidan asomaba la cabeza por el hueco de las escaleras.

– Creo que me llevaré esta. – dijo la chica, desenvainando una espada larga de hoja brillante y empuñadura simple pero elegante.

La alzó frente a su rostro, evaluando su balance, y tras dar un par de estocadas al aire, la guardó en su cinto. Su compañero la observó con una ceja alzada, visiblemente intrigado.

– Por si acaso. – se explicó ella, esbozando una sonrisa. – Dos espadas son mejor que una.

– Si tú lo dices... – comentó Hidan, aunque su mente divagaba, imaginando la posible discordia que surgiría si hubiera dos voces como la de Mordaz en su cabeza.

– ¿Algún problema, mocoso? – gruñó la espada, ofendida por su pensamiento.

El joven sacudió la cabeza rápidamente, prefiriendo evitar cualquier enfrentamiento innecesario.

– Vamos, no perdamos más tiempo. – les instó Graown, con un tono apremiante.

Sus dos acompañantes asintieron y comenzaron a subir las escaleras en espiral. Los ecos de sus pasos resonaban en las paredes circulares, mezclándose con los lejanos alaridos y el sonido del acero chocando, que se hacía cada vez más distante. Sin embargo, a medida que ascendían, los gruesos muros de la montaña amortiguaron los ruidos, hasta que solo quedó el silencio. Al final de las escaleras, emergieron en una vasta sala con techos abovedados, sostenida por colosales pilares de piedra y gruesas vigas de madera. Pero había algo más. Hidan fue el primero en notarlo y se agachó hacia suelo, acercando la antorcha para examinar el fino polvo negro que lo cubría.

– ¡No te acerques más o volaremos por los aires! – exclamó Graown, alarmado.

El chico se apartó rápidamente, mientras el grifo olisqueaba el polvo con cautela.

El Cazador de demonios (libro I) La Montaña ProhibidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora