Capítulo 2 El juramento

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Tras ello, se dedicó a buscar entre los cascotes algo con lo que poder enterrar a los muertos. No encontró mucho, tan solo una vieja pala, un arco con la cuerda desgarrada y varias flechas astilladas. Por si fuera poco, teniendo la pierna rota no podía desplazarse con libertad y cada movimiento se convertía en un infierno, por lo que su frustración se incrementó enormemente al comprobar que, por cada paso que daba, una corriente de dolor punzaba su extremidad como si una bestia salvaje estuviese mordiendo la carne y no le quisiera soltar.

Hidan aún era demasiado joven y no sabía preparar brebajes o medicinas, así que pensó en lo único que podía estar a su alcance y de entre los escombros de la licorería fue capaz de salvar un pequeño frasco de vino de arroz.

El chico solo tenía diecisiete años y tendría que haber esperado un año más para poder probar el alcohol cuando cumpliera su mayoría de edad. Como mandaba la tradición, el honor del primer trago le habría sido concedido por su padre, pero nada de eso pasaría jamás. Hidan observó el frasco redondo con nostalgia. Más de una vez había intentado hurtar uno para probarlo en secreto, siendo siempre reprendido por los dueños de la licorería y regañado por su progenitor.

Por eso, al destapar la jarra de cerámica negra, sintió que sus ojos se aguaban, pero no era el momento para eso, así que, sin más reparo, vertió el contenido sobre la herida abierta.

Aquello quemó más de lo que esperaba y ahogó un grito de dolor mientras mordía un pequeño palo con fuerza.

"Aguanta, aguanta" – se decía mientras contenía la respiración.

El alcohol podía limpiar las heridas, pero también se debía pagar un precio que él no era capaz de soportar, por lo que rápidamente escupió el palo y bebió, ahogando su sufrimiento como pudo.

Después de que el vino hiciera efecto y de que sus sentidos se nublasen un poco, cubrió la herida con trapos esperando que no se infectase y se entablilló la pierna confiando en que el apaño durase.

El sol ardiente lo acompañó durante todo el proceso desde el cielo, brindándole una luz cegadora y un calor abrasante que lo único que hacía era acelerar la descomposición de los cuerpos y provocar que el olor nauseabundo que reinaba en el lugar incrementase por momentos.

Pero Hidan no podía quejarse por algo como eso, así que, dejó a un lado la espada de hierro que había encontrado antes y tomó en su lugar la pala a modo de bastón, cojeando hasta un lado de la aldea para empezar a cavar bajo el inclemente sol.

Tres días después, el chico ya había enterrado a todos los aldeanos y a su familia. No sabía cuántas veces había perdido el conocimiento mientras trabajaba. Tampoco cuánta de su sangre se había mezclado con la tierra que apilaba... Solo sabía que su tiempo era limitado, y que si quería darle un sepulto digno a los suyos antes de ser pasto de los cuervos u otros animales, debía darse prisa y terminar cuanto antes.

Y así lo hizo, agonizante y casi moribundo. Sufriendo cada vez que respiraba a la vez que reprimía las ganas de llorar o gritar. Ambas de dolor. Pero de dolores diferentes.

Sobre cada tumba depositó finalmente un ramo de flores blancas y esparció el poco alcohol que aún quedaba en el frasco después de haberlo estado utilizando para calmar el malestar mientras trabajaba sin descanso. Además de para eso, el vino de arroz servía para purificar el sepulto y ayudar a las almas de los muertos a ascender.

Ahora, tras haber cavado durante días sin descanso, el muchacho estaba delante de las tumbas de sus padres y de su hermana, apoyándose esta vez sobre la espada de hierro. La fatiga que habitaba en su cuerpo era innegable y la suciedad en su ropa, la sangre impregnada en la piel y sus ojos caídos le daban un aspecto lamentable. Y es que, lamentable era posiblemente la mejor palabra para describir cómo se sentía.

El Cazador de demonios (libro I) La Montaña ProhibidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora