Capítulo 38 Las minas

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Ruu permaneció inmóvil, observando al ciego durante lo que le parecieron siglos, incapaz de asimilar lo que Cairo acababa de revelarle. Desde su llegada a la Montaña Prohibida, había conocido al demonio Halcón, aquel que recibía el nombre de Halla, y no podía evitar dudar si aquella joven de ojos negros, siempre solitaria y posada en un risco, era realmente la nieta de aquel hombre ciego.

– Ruu... ¿Está mi nieta bien? ¿Sabes algo de ella? – la voz del anciano estaba cargada de preocupación.

– Mientras estuve en la montaña, apenas me relacioné con nadie, y creo que ella tampoco. – confesó el niño, sosteniendo aún las manos del esclavo. – Es una persona solitaria que prefiere observar la ciudad desde el cielo.

Cairo asintió con una sonrisa triste, siendo ésta una expresión que parecía pesarle en el rostro.

– Siempre le ha costado relacionarse con los demás, y parece que, tras convertirse en demonio, eso no ha cambiado... – murmuró. – En cierto modo, creo que te pareces mucho a ella.

Ruu sonrió, sorprendido por la calidez de aquellas palabras. Ese anciano ciego, aunque frágil en apariencia, desprendía una bondad que podía sentirse en el aire.

– ¿De verdad lo cree? – preguntó el niño, esbozando una sonrisa más sincera.

– Los años me han enseñado a ver más allá de lo que los ojos muestran. – respondió Cairo con serenidad. – Puedo sentir lo que hay en el corazón de una persona. El mestizo notó un escalofrío cuando el anciano levantó una mano temblorosa y la apoyó justo sobre su corazón. – Y en ti... siento angustia. – reveló.

– ¿Angustia? – Ruu repitió la palabra, como si tratara de comprenderla.

– Sí, eso es lo que veo. – afirmó Cairo. – Tu corazón late con calma, pero está inquieto... Siento una profunda preocupación, algo que te consume por dentro. Tu voz intenta sonar confiada, pero en el fondo, más que ningún otro, estás lleno de miedo...

El silencio se hizo pesado entre ambos, hasta que algo húmedo cayó sobre la mano de Cairo. Al alzarla, tocó las mejillas empapadas de Ruu, quien no había notado cuándo había comenzado a llorar. Con un gesto lleno de ternura, el anciano lo atrajo hacia sí, envolviéndolo en un abrazo que, aunque frágil e inesperado, fue de alguna manera reconfortante. Ruu, por primera vez en mucho tiempo, se permitió rendirse, dejando que las lágrimas corrieran libres mientras sentía el consuelo de aquellos huesudos brazos... El consuelo de un completo extraño.

– Ruu, tu corazón es frío, pero no miente. ¿Qué es lo que te atormenta tanto, pequeño? – inquirió el viejo ciego. – Un niño no debería cargar con un peso tan doloroso...

– Quiero ver a alguien... – confesó el chiquillo de cabellos blancos, apartándose lentamente de Cairo y secándose las lágrimas con la manga. – Pero solo podré hacerlo si mis compañeros logran su objetivo.

El anciano tomó aire y asintió con la cabeza.

– Entonces no pierdas más tiempo conmigo y cumple con tu misión, Ruu.

– ¿Mi misión?

– Sí, si estás dispuesto a arriesgar la vida, entonces esa persona de la que hablas debe ser muy importante para ti.

– Lo es... – murmuró el pequeño, agachando la cabeza. – Pero ella no me recuerda, perdió la memoria.

Cairo le tomó suavemente por los hombros y lo miró con ojos que, aunque ciegos, parecían penetrar en su alma.

– Los recuerdos nunca se borran del todo. – aseguró con convicción. – Todos ellos permanecen en lo más profundo de nuestros corazones, esperando el momento adecuado para resurgir. Escúchame, pequeño Ruu. – pidió con una voz calmada y serena. – Cada paso que des hacia delante te acercará más a tus sueños y metas... Por eso no puedes detenerte o dudar, porque lamentarse no sirve de nada si no actúas antes.

El Cazador de demonios (libro I) La Montaña ProhibidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora