Capítulo 17 A prueba

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La sensación que recorrió el cuerpo de Hidan en ese instante fue parecida a cuando, perdido en las profundidades de su espíritu, había encontrado a Mordaz por primera vez dentro de su alma. Parpadeó varias veces, aturdido, sin saber cómo reaccionar ante la realidad que se desplegaba ante sus ojos. Allí estaba, sentado en la fría piedra del saliente, con Mordaz descansando sobre sus rodillas, mientras que el sol, con su luz dorada y pálida, comenzaba a despuntar entre las majestuosas cumbres de las montañas que rodeaban el valle, anunciando la llegada de un nuevo día. Apenas había pasado un momento desde que había cerrado los ojos, y al abrirlos de nuevo, todo seguía igual, aunque él sabía que algo había cambiado profundamente. La esfera que había introducido en su interior, un poder extraño y perturbador, ahora latía dentro de él, pulsando con una energía que le producía escalofríos.

Hidan se levantó con cuidado, sintiendo la fría piedra bajo sus pies, y deslizó la mirada hacia el asentamiento de Plumas, oculto tras la espesura del bosque. Un lugar que conocía bien, pero que ahora se le antojaba distante y ajeno, como si lo observara a través de un velo de sueños. ¿La prueba había comenzado? No estaba seguro, y la incertidumbre pesaba en su corazón como una losa. Recordaba las palabras de Saya, quien antes de abandonar la prisión le había advertido en un último suspiro que se enfrentaría al mayor temor de su corazón, pero ahora, mientras se encontraba solo en esa encrucijada, perdido en un mar de dudas, no sabía cómo proceder. De repente, sus ojos captaron un hilo de humo negro ascendiendo desde el pueblo. No era el humo grisáceo y familiar de una hoguera o de una chimenea, sino uno espeso y oscuro; uno que traía consigo un olor nauseabundo que inundó sus sentidos; un hedor que Hidan reconoció al instante. Era el olor de la muerte, del fuego devorador que solo se encontraba en los campos de batalla... y en las masacres. Su mente se agitó en una mezcla de incredulidad y horror, y sin saber cómo, comenzó a oír los gritos. Eran voces desgarradas por el dolor y el miedo, acompañadas del sonido metálico de las armas chocando en combate. El fragor de la batalla que había estado sordo a sus oídos hasta ahora se desplegaba con toda su furia, como si un velo hubiera sido arrancado de su mente. Sí, era una batalla. Lo sabía sin siquiera ver el pueblo.

Sin pensarlo dos veces, Hidan se lanzó escaleras abajo, descendiendo rápidamente por los peldaños esculpidos en la roca, sintiendo a cada paso un latido acelerado en su pecho. Corrió hacia el asentamiento con la velocidad de un huracán, hasta que el escenario completo de la devastación se desplegó ante sus ojos. El asentamiento de Plumas, un lugar que alguna vez había sido un refugio seguro, ahora se había transformado en un campo de batalla desolador. Mujeres, hombres y niños corrían de un lado a otro mientras que sus gritos de terror resonaban en el aire. Varias cabañas ardían en llamas, otras estaban destrozadas. La comida estaba tirada por el suelo, mezclada con el polvo y la sangre. Armas desperdigadas y sin dueño brillaban a la luz de las llamas, y el carmesí teñía las ropas de los desafortunados Cazadores que yacían inertes en el suelo, víctimas de una nueva masacre sin sentido. La Orden de Plumas estaba inmersa en un combate feroz, siendo atacada por el enemigo más temido de las Tierras Mortales: los demonios. Hidan no se preguntó cómo habían logrado llegar al valle ni cómo nadie había notado su presencia antes. No había tiempo para esas preguntas, no cuando decenas de ellos campaban a sus anchas por el pueblo, empuñando hachas, ballestas y espadas, eliminando a todo ser humano que osara interponerse en su camino. La escena era un reflejo de sus peores pesadillas, y su mente lo transportó de inmediato a la noche en que Özestan fue atacada. Las mismas palabras resonaban en su cabeza: muerte y desolación. Eran las únicas que podían describir el horror que se desplegaba ante él. El nombre de Shina cruzó su mente como un relámpago. Apenas había dejado a la niña cerca del pozo, pero ahora, ante el caos que se extendía ante él, la idea de que pudiera estar a merced de esas criaturas lo llenó de pavor. Desenvainó entonces a Mordaz, cuya hoja afilada resplandeció en medio del caos, y comenzó a correr entre los Cazadores y los demás habitantes que huían despavoridos, sin un destino claro. Era extraño, pero mientras avanzaba, sintió que nadie reparaba en él. Era como si estuviera fuera de la realidad, un espectador invisible en medio de la tragedia. Supuso que, en medio de semejante caos, nadie se preocuparía por un joven que parecía lanzarse a una muerte segura.

El Cazador de demonios (libro I) La Montaña ProhibidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora