Capítulo 4 Déjà vu

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Graown rodeó la columna negra hasta que Hidan comenzó a toser debido a la cercanía de la ceniza y del fuego y el grifo se alejó. Desde aquella altura y envueltos por el humo, no habían visto la aldea con claridad, por lo que el grifo planeó en la linde del bosque y aterrizó con sumo cuidado, atento a cualquier sonido que delatase la presencia de enemigos cerca. Al no sentir ningún peligro, echó a correr por un camino tierra que previamente había sido utilizado por los demonios, pues las manchas de sangre en la vegetación, las numerosas huellas y los restos de armas rotas no dejaban duda de ello.

A medida que se acercaban al epicentro del desastre, los destrozos se hacían más considerables. Se trataba de una pequeña aldea de forma circular, rodeada por una defensa hecha a base de cañas de bambú. Gran parte de ella había sido derribada o quemada, lo que daba a entender la facilidad con la que los demonios habían accedido al lugar.

– Si no recuerdo mal... Esto es Kirkas... – anunció el grifo, admirando con tristeza lo que quedaba de ella.

Hidan y él se adentraron en la aldea de Kirkas con pies de plomo. Parecía que los demonios se habían marchado ya, pero el grifo prefería ser cauto y precavido, como solía decir. En el centro de la aldea se erigía una gran casa empedrada a la que se accedía mediante una larga escalinata. Su techo estaba semiderruido, pero con solo echarle un ligero vistazo, era evidente que se trataba de una casa importante, pues era bastante más grande que las demás. De algunas casas solo quedaban los pilares y de otras, nada. La ceniza se movía con el viento y el fuego aún crepitaba sobre la madera. Tirados por el suelo se encontraban los cuerpos de los aldeanos, tirados de cualquier manera con semblantes escalofriantes. Las moscas revoloteaban a su antojo entre los cadáveres y el olor que inundaba el ambiente era asqueroso, mas nada comparable a la cueva de Graown. Todos los cuerpos presentaban grandes heridas y la mayoría se encontraban sobre un charco de sangre ya seca. Hombres, mujeres o niños inocentes, los demonios no hacían distinciones. Era el simple deseo de matar el que los impulsaba a acabar con las vidas de los seres humanos.

– No hemos llegado a tiempo. – confirmó Hidan, frustrado.

– Ya te lo dije... No había posibilidad. – argumentó Graown.

El chico cerró los puños con rabia. Era otra aldea destruida, más gente que había perdido la vida a manos de los demonios... ¿Y todo por qué? ¿Para qué? No podía aceptarlo ni soportarlo, no otra vez.

– Veamos si hay supervivientes. –dijo el joven con la voz rota.

Graown suspiró. Sabía que el chico diría algo como eso.

– Como quieras...

Ambos siguieron caminando, y a cada paso que daban su desolación crecía. El silencio sepulcral que se había adueñado de ese lugar era un castigo mayor para los vivos que los gritos de agonía. Entonces, Graown se paró en seco e hizo a Hidan detenerse.

– Huelo sangre, y esta está fresca. – dijo muy serio. – Sangre humana.

Los ojos de Hidan se abrieron y un rayo de esperanza atravesó su pecho.

– ¿P-Podrías seguir el olor? – pidió al instante. – Puede que, sea quien sea, siga con vida.

Graown no contestó, pero se adelantó y olfateó el aire. Siguiéndolo en silencio, Hidan iba pensando en la actitud recelosa de su acompañante. Tan frío y serio, imperturbable ante aquella caótica escena.

El grifo volvió a detenerse delante de una choza en ruinas, indicando que ese era el lugar. Junto a los restos de la puerta abrasada por el fuego había huellas de unos pequeños pies humanos descalzos y manchados de sangre. Hidan entró y se quedó paralizado. La choza tenía varias habitaciones, pero parecía que toda la familia se había reunido en un mismo lugar. Un hombre y una mujer estaban tendidos en el suelo, con las gargantas cortadas en medio de lo que parecía un rudimentario comedor. A su lado, un niño pequeño de no más de diez años tenía un inmenso agujero en el estómago, y un poco más lejos, una cuna de madera y paja estaba salpicada de sangre. Hidan no se atrevió a mirar dentro. Un escalofrío recorrió su cuerpo y su mente le transportó de nuevo a su propia aldea, a sus padres, a su hermana. Recordó el vaivén de la ceniza, recordó la sangre, el olor de los cuerpos que se pudrían al sol... Rememorar esas imágenes le produjo más dolor que el que una espada podría causarle y tras apretar con fuerza los puños, se dio la vuelta y salió.

El Cazador de demonios (libro I) La Montaña ProhibidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora