VII. Violeta

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—No jodas. ¿Han llegado mis libros?

Se emocionó al ver los paquetes de Amazon sobre la mesa de la cocina, donde Martin los había dejado. Ni siquiera había soltado las bolsas en el suelo al entrar por la puerta.

—Ahora mismo. ¿No te has cruzado con la chica de Amazon?

—No.

Se mordió la lengua, a punto de preguntar si era la chica con el pelo oscuro por los hombros y ojos verdes. Le gustaba pensar que había sido ella la que había dejado los libros. Pero no lo hizo. Lo dejó estar y, mientras guardaba la compra, inició una conversación con Martin sobre lo caras que estaban las frutas y verduras.

—Pásate a la dieta convencional otra vez, Vio.

—Llevo casi ocho años siendo vegetariana, me costaría horrores volver a lo de antes. —El sonido de los macarrones entrando en un tarro reutilizado opacó el de la cuerda de tender de una de las vecinas en el patio.

—Las verduras van a seguir subiendo. Como todo en realidad. Agradezco a Puri que no nos suba el alquiler.

Su casera les cobraba poquísimo en comparación con la cantidad desorbitada que pagaba la mayoría de gente que vivía de alquiler. Aunque Violeta lo agradecía, porque se ahorraba pasta, seguía erre que erre con el mismo tema:

—Sí, pero sigue sin ablandarse con el tema de los animales—comentó, por vigésima vez, con un lamento—. Vivir aquí no es muy diferente a hacerlo en casa de mis padres; a ellos también les suplicaba por un animal en casa.

Mamá, porfi, una tortuga que no crece—la imitó Martin guardando una pizza congelada, acompañándola con una arruga en la nariz—. ¿Cómo puedes comerte tantas espinacas? Es como la aberración de la piña.

Martin detestaba la pizza con piña y a ella le encantaba.

—Tío, está riquísima. Ambas. —Se indignó.

—Si tú lo dices. Ostras, tengo que enseñarte un vídeo de una tortuga en TikTok. Te vas a reír.

Rodó los ojos. No soportaba el vicio de la gente con aquella aplicación del demonio. Siempre tenía el chat con su compañero de piso petado de enlaces que le enviaba. Ella era más de Instagram.

—Martin, como sea igual que el del tío cocinando una... —le dio un escalofrío solo de recordar aquel vídeo tan horrible.

—Que no es. Si te digo lo que sucede pierde la gracia, pero te juro por mi madre que te vas a mear. Una fuente de lágrimas por las carcajadas que van a acompañar a las risas.

Qué exagerado era.

—Me voy a acabar el artículo que tengo que entregarlo en... —consultó el reloj de la pared de la cocina— ¡Mierda, en una hora!

Su compañero de piso salió de la cocina como si se estuviera quemando, en dirección a la mesa circular, colocada a un lado del salón, casi pegada a la parte trasera de un sillón que recogieron de la basura—que por supuesto estaba en perfecto estado—, para sentarse y teclear como un robot en su portátil.

Martin trabajaba como periodista freelance para distintos medios, pasaba bastante tiempo en casa, pero mucho más en una cafetería bastante lejos de casa, con wifi gratis y una taza enorme de café descafeinado con extra de vainilla. Lo conoció de hecho, en ese mismo establecimiento, hacía cinco años, cuando ambos eran estudiantes todavía. Martin, que tenía un par de años más que ella, estaba liadísimo con su TFG y pasaba las horas allí. No había cambiado demasiado con el del presente. El caso es que el único sitio libre que quedaba era en su mesa, y a él no le importó compartirla, ya que estaba solo. La misma situación se repitió varias semanas, y poco a poco construyeron una relación de amigos de cafetería. Posteriormente, se hicieron inseparables y tardaron poco tiempo en compartir el bajo en el que vivían actualmente.

Violeta pensaba a menudo en lo aburrida que sería su vida sin Martin en ella.

Recogió los dos paquetes de la mesa y los fue abriendo de camino a su habitación. El sonido del tecleo frenético de Martin acompañó sus pisadas por el suelo de parqué algo desgastado, que crujía bajo sus pies. Aquella casa tenía más años que ambos y a veces parecía embrujada durante la noche, con el crujir de la madera. Las paredes eran de gotelé infernal con memoria táctil de los arañazos que había provocado a los dos amigos. Y, seguramente, a la gente que vivía antes que ellos. Lo único que salvaba a la casa es que estaba reformada entera, los muebles no se caían a pedazos y la cocina era nueva. Por otro lado, Martin y ella la tenían decorada a su gusto, ya que Puri, su casera, nunca puso pegas con ese tema.

Los dos libros de Samantha Shannon: El priorato del naranjo y El día que se abrió el cielo, se unieron a su gigantesca biblioteca. Le gustaba tener los libros ordenados por autor o, en su defecto, por temática.

Consultó la hora en su móvil, percatándose de que, si no comía ya, no llegaría a la clínica a tiempo.

—Voy a hacer unos macarrones con calabaza y...

—Todo para ti, yo tengo estofado de mi abuela—se relamió su amigo sin dejar de teclear.

La cantidad de tapers que Martin traía con cada visita a su casa bastaba para llenar su cajón del congelador. Que, como no podía ser de otra manera, estaba hasta arriba de comida congelada.

—De todas formas, ya sabes que hago raciones de sobra para tener.

—Si cambio de idea pillo. Gracias, tía.

Le mandó un beso, con la teatralidad natural que lo definía, volviendo al artículo.

Until I see you againDonde viven las historias. Descúbrelo ahora