XI. Violeta

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—¿Qué clase de tiempo es este? ¿El invierno ha llegado antes de tiempo y tenemos que comérnoslo con guarnición?

—Pues odio el invierno. Con lo bien que se vive a una temperatura neutral.

—Ayer Brasero dijo que la borrasca no se iría hasta el lunes.

—Claro, jodiendo el fin de semana. Como siempre. Maldito tiempo...

Violeta, callada, daba buena cuenta de su poleo menta, mientras escuchaba a sus compañeros quejarse de la ola polar que había aparecido de la noche a la mañana en la ciudad. A ella, como amante de una buena tarde de lluvia, frío y en compañía el silbido del viento, no le molestaba nada el cambio en el tiempo. Salvo si caía granizo. Odiaba el granizo con toda su alma.

Aquella tarde noche, encerrados en la clínica, estaban recogiendo un poco antes de echar la persiana por completo. Fuera, llovía. Caía una fina capa de agua que mojaba, aunque no lo pareciera. Por suerte, no hacía viento que la arrastrase y que ni un paraguas pudiera evitar. Las temperaturas habían bajado varios grados y todos lo habían notado.

—A ti lo que te pasa es que tu andaluz interior sufre si no puede tomarse una buena cervecita en una terraza, Sota.

—Pues claro, Esther—le dio la razón el doctor.

—Estamos a 30 de noviembre, no podéis esperar que el frío se quede encerrado para siempre. Y vivimos en un país cuyo tiempo no...

—Hace frío, Violeta, no me vengas con palabrería—sollozó Sota.

—Perdón, perdón. Era un simple apunte razonable.

Las luces blancas se reflejaron en la cabeza, ya llena de entradas, del doctor de apenas 36 años, cuando se movió en la consulta. Era el dueño de la clínica y el primero que aceptó a Violeta en la plantilla hacía tres años.

Salieron juntos del largo pasillo hasta la entrada. La lluvia había empapado los cristales de la puerta de la entrada, emborronando las huellas caninas.

—Yo me voy a casa, ¿alguno necesita que lo lleve? —Se ofreció Esther, con el bolso ya colgado.

Aquel martes estaban todos de buen humor, al haber sido un día menos ajetreado y sin sustos o contratiempos con algún animal. A pesae, claro, de que no amaban la lluvia como ella.

—No me vendría mal, porque se me ha olvidado el paraguas en casa. —Sonrió avergonzada, Fátima, la otra auxiliar y peluquera canina.

—La cabeza la llevas, no te preocupes. Hasta mañana.

El azote del frío polar se coló por la puerta y se quedó atrapado entre las paredes cuando las dos mujeres salieron. Violeta se quedó con el doctor, quien se ofreció a acompañarla hasta la boca del metro para que no fuera sola con la noche tan mala. Él se fue a su casa, que quedaba sobre la clínica, mientras ella bajaba las escaleras hasta el andén.

Llegó justo cuando el tren paraba y toda la marabunta de gente salía. Al hacerse hueco para entrar, chocó contra una figura encapuchada, que tenía bastante prisa por salir.

—Perdón—escuchó como musitaba la disculpa.

Por alguna razón, a Violeta aquella voz le resultó familiar. No tuvo tampoco tiempo de indagar, pues la figura desapareció con su disculpa sin esperar un intercambio de palabras, y ella se subió al vagón empujada por una señora con un yorkshire en brazos. Un perro que atufó el trayecto de diez minutos al estar completamente empapado.

La recibió la penumbra y un olor a cebolla frita al abrir la puerta. La casa, silenciosa, crujió bajo sus pies cuando se internó en ella. Al encender la luz, la magia de casa encantada desapareció. Martin no había llegado todavía, pero Violeta sabía que estaría en el gimnasio, matándose en la clase de zumba de todos los martes. Siempre le decía que su monitora era una chica que daba las clases con la energía vital que a él le faltaba.

—¿Entonces para qué vas?

—¡Este cuerpazo hay que mantenerlo, Vio —Se escandalizó cuando se lo preguntó.

Si a su amigo le gustaba matarse en el gimnasio, aunque tuviera menos energía que el conejo de duracell sin pilas, ella no iba a ser la que se lo impidiera. Además, por como hablaba de su monitor, a veces le parecía que le interesaba más allá que como el profesor que daba la clase. A Violeta, la idea de que Martin se fijase en alguien más allá de un rollete de una noche, le parecía estupenda. Porque su compañero de piso lo había pasado fatal con su exnovio. A quién, por más que él insistiese, no había superado.

...

Martin llegó casi a las diez y cuarto, con el pelo mojado (bigote incluido) y una cara de malas pulgas acompañando la bolsa del gimnasio. La saludó con un gesto de cabeza y fue directo a la ducha. Nunca lo hacía en el gimnasio porque decía que eran antihigiénicas. Violeta llevaba el tiempo suficiente conviviendo con él como para saber que estaba agotado, harto de la lluvia y machacado del gimnasio.

O bien, le había pasado algo con algún artículo y la lluvia había aumentado el aura bohemia con la que había aparecido por la puerta.

—Vio, ¿qué tal tu día?

Por el tono empleado, que ni una reconfortante ducha había eliminado, Violeta intuyó que no solo era culpa de la lluvia el estado anímico de su amigo.

—Genial. ¿El tuyo pasado por agua? —interrogó cerrando el libro e incorporándose en el sofá.

—Odio este tiempo.

—Sí, parece que es tendencia—rio ella.

—No todos somos unos románticos de los días grises como tú, cielo—bostezó—. Estoy agotado, me voy a cenar la sopa y a la cama.

—¿Es eso lo que te pasa?

Su amigo echó la cabeza atrás suspirando. Su pelo, libre de gomina y los mil productos que se echaba para peinarlo, se había rizado sobre su frente.

—Me han dado calabazas. Y no de las que se pudrieron en el rellano en Halloween.

La nieta de la vecina de al lado, había dejado una calabaza pequeña junto a la puerta de su abuela. No tardó demasiado en pudrirse y los encargados de quitarla fueron ellos. La pobre mujer, que se había ido unos días a Mallorca, se había olvidado por completo de ella.

—¿Quién?

—Mi monitor. Mira que pensaba que al menos una oportunidad tenía, pero...

Violeta soltó una larga carcajada. Martin se sentó en el sofá, de brazos cruzados.

—Tía, no te rías.

—Perdón, perdón. A ver, ¿qué ha pasado?

—Le he preguntado si quería salir el sábado a tomar algo. De tranquileo, conocernos fuera de las clases y el gimnasio. Me ha dicho que nanai de la China.

—¿Eso te ha dicho? ¿Nanai de la China?

—A ver, ha sido más un <<no estoy interesado>>. Para mí es lo mismo. Así que tiraré de Tinder, como siempre. La vida real no está hecha para mí—suspiró con dramatismo.

—Que te haya dicho que no ahora...

—Borrón y cuenta nueva, Vio. Si yo tampoco creo que hubiera funcionado... Al final creo que es hetero y no bisexual como imaginaba. Se me habrá roto el rádar...—meditó levantándose del sofá.

Violeta rodó los ojos. Parecía que se le había pasado más rápido el rechazode  aquel monitor que el último.

Until I see you againDonde viven las historias. Descúbrelo ahora