Las mañanas de domingo de estudiante, a menudo las pasaba en la cafetería que llevaba su nombre. La misma donde ella y Martin se habían conocido y construido su amistad. Ahora, años más tarde, le quedaba más lejos de donde vivía, por lo que esos domingos habían ido reduciéndose con el paso del tiempo. Aun así, Violeta regresaba siempre que tenía oportunidad al céntrico local, se sentaba en su mesa favorita—la del fondo, esquina derecha, junto a la estantería caoba con jarrones de arcilla hechos por los hijos del dueño y el cuadro abstracto que analizaba todavía en el presente— y se pedía un café con leche de avellana acompañado de un pastelito de yema.
El primer domingo de diciembre, libre sin horas en el refugio con el que colaboraba la clínica, acudió al Violet's, como Martin había empezado a llamarlo tras conocer su nombre, a desayunar y leer un rato. Apenas le quedaban cincuenta páginas de su actual lectura: Una Rosa Envenenada. Una novela negra que había empezado con mucho entusiasmo y se había ido desinflando a medida que avanzaba. Pero, al ser rápida y sencilla de leer, decidió que iba a acabarla con la esperanza de que mejorase, al menos, en el final.
Apurando su café con leche, leía en su mesa habitual, con las conversaciones de fondo que inundaban la cafetería. Si había algo que le gustaba de aquel lugar, era la burbuja creativa que se respiraba. Había quienes, como ella, iban a la cafetería a relajarse y a beber café; otros, como la Violeta del pasado, lo hacían para trabajar o estudiar. La melodía del tecleo de los ordenadores era parte de la orquesta de sonidos que llenaba el ambiente. El local apenas había cambiado con los años, salvo por la decoración de ladrillo de las paredes y algunas plantas que actuaban como enredaderas artificiales y que recorrían el techo. Al caer la noche, en las enredaderas se iluminaban unas luces anaranjadas.
Cuando la auxiliar descubrió aquel local, apenas contaba con un par de plantas y las paredes eran lisas y de un cálido color madera que recordaba a algunos árboles. Ahora, aquel domingo, dos de sus empleados colgaban ya la decoración navideña habitual. Espumillón en el espejo que había tras el mostrador, a un lado de la máquina de café, nieve artificial en los bordes del mismo; un pequeño arbolito en la entrada, decorado con bolas igual de diminutas y más espumillón sobre los cuadros de las paredes.
Si perdía la mirada por el cristal que la separaba del exterior, podía ver que las seis mesas de la terracita estaban ya ocupadas. Pasaron niños de la mano de sus padres, otros en bicicleta, parejas dando un paseo de domingo o grupos de amigos seguramente haciendo lo mismo que las parejas. Le llamó la atención tres chicas, que iban cargadas con instrumentos a sus espaldas. Una de ellas, a pesar de no estar lloviendo, llevaba la cabeza cubierta con la capucha de su enorme sudadera verde.
Cuando dieron las doce del mediodía, Violeta salió del local con su mochila colgada al hombro y recibiendo el sol que bañaba la terraza de la cafetería. El libro, que había conseguido acabar en las dos horas que pasó allí, botaba en su mochila a medida que caminaba. En lugar de ir hacia el metro, medio por el que había llegado hasta aquella zona de la ciudad, decidió ir dando un paseo hasta su casa. Le apetecía caminar. Hacía un día soleado, cálido incluso, en contraste a como había iniciado la semana. Todavía podían verse algunos charcos en los surcos de la calle, que las lluvias—que había durado hasta el viernes—habían dejado a su paso.
Se colocó sus cascos en las orejas y puso una de sus playlists—con la mitad de canciones de Taylor Swift— para ir acompañada.
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Until I see you again
FanfictionVioleta es una rata de biblioteca que derrocha su sueldo en comprar libros. Quizá, en parte, lo haga porque la repartidora que va con asiduidad a su casa le atrae un poco. Aunque ella no quiera admitirlo, claro. Por otro lado, Chiara tiene la cabeza...