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Como ya mencioné, tras mi consagración, me convertí en la tercera mujer más poderosa del Templo de las Jurkas, detrás de la ikai y Elantiokena.

Se me trasladó a mi pequeño palacete personal, deshabitado desde la muerte de la última sanadora. Me sentía en una nube, henchida de orgullo, como me exigía Elantiokena, pero sin olvidar la humildad que me había impuesto a golpes la gran madre, a la que, por suerte, pude evitar a partir de entonces.

Lejos de mejorar mi relación con mis hermanas, se acentuó mi soledad, porque incluso entre las ikálikas, se despertaron los recelos y las envidias hacia mi persona. Solo las hermanas más mayores, por encima de esos sentimientos, se comportaban conmigo como con una igual, mientras el resto me seguía tratando como la más pequeña del templo, como una niña ignorante, pero ya no lo era en absoluto.

De hecho, lo que empecé a ver como sanadora me hizo madurar forzosamente. La enfermedad es dolorosa de ver, no solo de padecer.

Apenas descansé después de mi consagración, pues mi palacete estaba siempre lleno de los enfermos que me traían, pues a mí no se me permitía salir del templo. Hubo quienes, incluso, murieron en el camino, no llegando a tiempo hacia mí. Eso era doloroso.

Todavía hoy no supero mi primer fracaso como sanadora, pues fue lo más fulminante que nadie pudiera sentir con mi juventud de entonces. Hoy, soy perfectamente consciente de que la muerte es vida, son la misma esencia, pues se alimentan mutuamente, pero entonces, cada vez que fallecía un paciente bajo mi atención, algo dentro de mí moría también, despertando un resentimiento hacia la misma vida, a la que yo servía.

Esta primera fiel que murió bajo mi custodia, fue una niña de seis años. Todavía hoy me visita en sueños y me señala con dedo acusador, pero sé que soy yo la que se señala, pues esa niña, esté donde esté, sé que me perdonó, aunque yo aún no lo haga. Esa niña, padecía una dolorosa afección de estómago. Eso me dijeron, pero no fue así.

Cuando la tumbaron delante de mí, llevé a cabo mi ritual habitual, el que me permitía concentrarme y conectar con el poder. Encendí varias velas de sebo alrededor y varios inciensos. Siempre me ayudaba Kirea, mi sirvienta principal, a la que recuerdo con enorme cariño, pues fue entonces como una amiga para mí.

En la sala de curaciones de mi palacete, que era como mi pequeño altar, solo entraba el enfermo. Los familiares, en este caso los padres de la niña, Erikala (aún recuerdo su nombre), se quedaban en una sala contigua. El llanto de la madre penetró en mi mente de forma angustiosa, pero me obligué a centrarme.

Siguiendo con el ritual, me arrodillé al lado de Erikala, detrás de la cortina que me ocultaba a los ojos de los pacientes. Respiré varias veces, mientras me concentraba en mis propias sensaciones, y poco a poco en las de la niña, en su dificultosa respiración.

Comencé, cuando me sentí lista, mi canto, mi mantra, en la lengua antigua de Theoke. Era un canto suave, pausado, casi dulce teniendo en cuenta las circunstancias en las que yo sanaba, pero, con el tiempo, me di cuenta de que ese canto no solo me apaciguaba a mí, sino también a mis pacientes. En este caso, yo sabía que la niña no lo escuchaba, estaba inconsciente.

Coloqué mis manos sobre ella, a la distancia de un palmo. Recorrí su cuerpo buscando el mal, que siempre desprende una vibración diferente, distorsionada, de la misma forma que emite un olor característico dependiendo del mal que afecte al cuerpo.

El olor de Erikala era dulzón, y la vibración que sentí sobre su vientre, tremendamente baja y convulsionada. Me di cuenta entonces, de que no podía hacer nada.

No era un dolor estomacal habitual, Erikala tenía una malformación de nacimiento, y yo la pude ver claramente, tan nítidamente como si le hubiera abierto el vientre.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora