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La vivienda de Eder "el largo" era una gran casona que uno nunca imaginaría fuera de un pirata, y menos de su fama.

"El Cielo", como se llamaba la propiedad, se componía de una vivienda principal, no muy grande, pero amplia, y otro edificio para las cuadras y el granero, de misma estética, y más alejado, todo ello en un gran terreno que le pertenecía, en su mayoría arbolado e íntimo, casi mágico.

En nada tenía que ver con el paisaje y la vegetación a los que yo estaba acostumbrada en Iljenike, y que despertó en mí una especie de inmensa emoción contenida, un sentimiento fascinante; una sensación de estar viviendo una aventura.

La vivienda era de dos plantas más buhardilla. La baja, para comedores, salones, despachos, y en una parte anexada, la cocina y la despensa. La superior para dormitorios principales y la buhardilla para el servicio.

Era una vivienda muy luminosa, en cierta forma idílica e impensable que se pudiera asociar a un pirata de la talla de Eder "el largo", del que yo había escuchado cosas escabrosas de su propia tripulación.

La vivienda era de piedra, con teja negra, marcos de ventanas y puertas de color blanco, contraventanas verdes, completamente rodeada de un suave césped. Tenía un aire romántico, casi de ensueño. Su nombre, sin duda, la definía muy bien.

¿Cómo era posible que su afamada nave, negra como la noche, oscura y temible, contrastara con su vivienda, luminosa e idílica?

—Te gusta —dedujo Eder, complacido.

Me había ayudado a bajar de la calesa, mientras me observaba, esperando mi reacción.

Asentí sin dejar de mirar hacia la casa, maravillada por su grandiosa sencillez.

—No me habría imaginado esto de un pirata.

—Tengo muy mala fama, es verdad, pero en realidad soy un hombre que hace negocios, y que aspira, como muchos, a retirarse en un lugar así —me explicó.

—Es precioso —dije. Él sonrió.

Se me asignó una habitación en la cara sur de la parte superior de la vivienda, y que se acabaría convirtiendo en un lugar muy querido por mí.

Desde el primer momento, todo el mundo allí me trató como si fuera una invitada conocida. Algunos sirvientes (había seis) hablaban la lengua comercial, que fueron los que se quedaron a mi cargo, siempre pendientes de mis necesidades por orden de su señor.

Entre ellos estaba Leire, una joven de edad semejante a la mía, muy bonita, rubia, jovial y cariñosa, que se convirtió en mi criada, y, con el tiempo, en mi amiga y confidente, la primera que tuve en mi vida.

—Así que eres la señora del almirante Wonter —decía, mientras me ayudaba a desvestirme para darme un baño—, quién lo diría. Todo el mundo apostaba a que nunca se casaría.

—¿Eso decían? —pregunté curiosa.

Me daba cuenta, conforme iba conociendo mundo y opiniones, de que yo sabía de mi marido menos que el mundo entero. Para mí era un desconocido, que, sin embargo, todas Las Oceánicas conocía muy bien.

—¡Uy! Es el hombre más temido del archipiélago, y un héroe en su tierra —decía ella resuelta, mientras me cepillaba el cabello. Parecía disfrutar de cuidarme—. No hay nadie que no conozca "al sádico frontasiano".

—Es un término injusto —dije, dolida, pues yo conocía su parte más tierna, la que nadie había visto. Leire estaba hablando de mi marido, y yo estaba decidida a defenderlo.

—Tanto como lo es él, señora —contestó sin ruborizarse.

—Conmigo es dulce —respondí, aunque ya había sido testigo de ese lado oscuro del que se hablaba.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora