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La Colosal, como bien indica su nombre, era una nave militar de dimensión descomunal, con tres cubiertas. De hecho, supe después, que fue la más grande jamás construida, encargada de velar por la seguridad en el archipiélago de Las Oceánicas.

Con los años me di cuenta que, más que velar por esa seguridad, su misión, bajo el gobierno del (ahora) almirante Josh Wonter, era la de aterrorizar. Así era cómo el Imperio de Fronsta mantenía su dominio en ese archipiélago, y el almirante era su principal arma.

Wonter había ascendido a almirante de la marina frontasiana después del naufragio, convirtiéndose en el hombre más poderoso de todos los mares conocidos. De hecho, en esos momentos, debía estar en los despachos, a cargo de toda la flota, y no en un barco, pero su empeño por encontrarme lo mantuvo a bordo de ese nuevo navío de línea.

Cuando embarcamos en dicha monstruosidad de nave, ya era noche muy cerrada, por lo que apenas pude distinguirla como una inmensa sombra con farolillos, que esperaba en el mar, tan apaciblemente como no te imaginas de una nave que cargaba con ciento sesenta cañones. Para que os hagáis una idea, el máximo por entonces que podía cargar una nave de guerra, de las de mayor tamaño, era de ciento veinte.

Nos ayudaron a embarcar, aunque el almirante no permitió que nadie me tocara. Yo, hábil para sentir las energías de mi entorno, me di cuenta del nivel de disciplina que existía en esa nave, basado en el temeroso respeto hacia su joven y condecorado superior. Ni uno osaría discutir las decisiones de uno de los militares más afamados del Imperio de Fronsta, aunque esta fuera destruir una ciudad por causa de una mujer.

No fue hasta mucho después, que descubrí que yo sería la primera y única mujer con la que se le relacionaría jamás, tal era su rectitud y discreción.

En ese preciso instante, yo no lo sabía, estaba embarcándome, no solo en La Colosal, sino en un nuevo capítulo de la historia de Fronsta, y mi papel sería determinante.

Para los asuntos personales, Josh era hermético, pero en los asuntos bélicos, lo que despertaba era pavor en todo aquel que escuchara su nombre. ¿Y yo le había salvado la vida a ese ser vengativo? ¿Es que no hacía más que cometer errores que costaban vidas?

Una vez estuvimos embarcados, me llevó a su cabina, todavía en brazos, pues mis pies no me sostenían. Su cabina era una estancia enorme, que se encontraba en la popa, y que constaba de tres plantas, con enormes ventanales, lujosamente decorada, espaciosa, limpia, confortable, con todas las comodidades que pudiera exigir un almirante de la marina.

Me tumbó sobre su cama con absoluta delicadeza, en la tercera planta; una cama grande, mullida, con sábanas limpias. Solo entonces, por fin, me atreví a soltarlo, pues todo ese tiempo desde que me encontrara, me apreté a él con desesperación, aferrándome a la salvación que él representaba para mí después de todo el trauma vivido. Lo miré a los ojos.

Su mirada se había endurecido desde que lo viera por última vez, al igual que su expresión. Deduje que había pasado por mucho, y nada alegre, en los últimos años. Sus ojos castaños eran serios, de oscuras cejas y largas pestañas, penetrantes, inteligentes, feroces.

Nos miramos mucho tiempo, como si se hubiera detenido, y tratáramos de llegar al alma del otro, bucear en sus recuerdos para saber por lo que habíamos pasado en los últimos tres años, sin atrevernos a preguntar.

—¿Cómo...? —comencé, agotada, consternada, tumbada sobre la cama, elevada sobre los cojines, con él sentado en el borde, observándome.

—Casíoke —me interrumpió, y alargó la mano para acariciarme el rostro, con una expresión llena de pánico—. Sentí morir cuando te vi en ese carro... Sentí morir de pura ira y miedo. Temí no volver a encontrarte cuando giró en esa calle, te seguí atormentado y ya no estabas... Peiné la ciudad durante horas, desesperado, y entonces escuché tu canto. Tu canto de sirena. Pensé que soñaba. Lo seguí hasta ese edificio, y cuando escuché tu grito...

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora