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Aunque la vida de la isla volvió a la normalidad, igual que en el templo, no fue así en mi corazón, y yo me sentí apagarme poco a poco.

Me di cuenta entonces, de la cruda realidad que eran las palabras de Elantiokena. Sin embargo, mi experiencia con el capitán, aunque intensa, había sido muy corta en el tiempo, por lo que necesitaría solo la misma proporción del mismo para superarlo.

Solo le lloré una semana, tras la cual, mantuve una dura charla conmigo misma, sobre mi estupidez e inmadurez. Me obligué a dejar de extrañarlo, y poco a poco, dejé también de pensarlo, mientras me centraba en mi labor como ikálika.

La última noticia que trascendió de ellos fue que habían llegado bien a la isla de Peikánu, donde los nuestros los habían dejado, volviendo después sanos y salvos. No necesitaba saber más.

Las semanas pasaron, y su imagen se fue difuminando, pero no la huella que había dejado en mí. Mi anhelo de libertad, que yo había olvidado y dejado en la piscina que me consagró como ikálika, a los pies del , comenzó a crecer dentro de mí. Fue una llama que nunca fui capaz de apagar.

Elantiokena me observaba con comprensión, lo que confirmaba que había perdido algo de mi brillo habitual.

Sin embargo, esto cambiaría, por causa de otro imposible para una jukar, y llevaba el nombre del heredero de Iljenike.

Hélokar no me molestó en las tres primeras semanas tras la partida de los frontasianos, no por propia decisión, sino porque le habían asignado la misión de acomodar y ayudar a nuestros dos nuevos habitantes, lo que le tomaba todo el día, pues era de los pocos que hablaba la lengua comercial del archipiélago.

No obstante, el primer día que se vio libre de sus obligaciones, fue en mi búsqueda, y os preguntaréis cómo con las medidas del templo. Solo os diré, para que lo entendáis, que no existían imposibles para la apasionada determinación del joven heredero.

Los muros no eran nada para él, que saltaba con soltura gracias a su atlético físico, como tampoco significaba nada la piedad iljenika con respecto a las jukar, pues su devoción hacia mi persona superaba con creces la que profesaba a los dioses. Y otro aspecto que tampoco lo frenó en absoluto, fueron mis permanentes negativas, que parecían alimentar más su fervor.

Yo no sé cómo lo hacía, pero siempre encontraba la forma de abordarme a solas en el templo, en cualquier punto del mismo, ya fueran los pasillos, las bibliotecas, las capillas de oración, mi residencia personal, los jardines, ¡y hasta los baños! Jamás comprendí esa habilidad para no ser siquiera sentido por nadie, ni del servicio, ni de las hermanas, como nadie de su propio personal era capaz de adivinar dónde estaba el heredero cada vez que desaparecía.

El muy canalla se aprendió las rutinas y horarios del templo, por otro lado, tan rígidas que no se modificaban ni un día en un minuto. Siempre sabía qué fieles me visitaban, qué dolencias traían, y el tiempo que me llevaba sanar a cada uno de ellos en función de las mismas.

Era simplemente sorprendente, tanto, que dejé de temer los encuentros con él, y comencé a esperarlos con ansias, lo que trajo luz a mi penosa vida, de nuevo, ¿cómo? Ahora os contaré todo.

Las primeras veces que me buscaba, apenas eran encuentros de pocos minutos, en los que yo trataba de huir de él. Solo cruzábamos unas pocas palabras, que siempre consistían en sus súplicas y mis negativas. Yo temía de verdad que nos encontraran. Así fue durante dos o tres semanas, en las que él aparecía casi a diario.

Una noche, ya no hui, pues me daba cuenta de que no había forma de detenerlo, y yo comenzaba a no querer hacerlo. Nuestro primer encuentro más íntimo, ocurrió así, y fue el único en el que me mostré furiosa, pero, no sé cómo, él conseguía doblegar a mi fiera interna.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora