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La misma tarde del día que yo acudí a Ilje en busca de ayuda, Voekel, el cirujano real, junto a cuatro cirujanos más, acudieron al Templo de las Jurkas.

Yo entré en el templo, con el velkik puesto de nuevo, triunfante. No pude ver las expresiones de mis hermanas y el servicio, pero supe que eran de puro alivio.

Mientras la isla se recuperaba del temporal, los cirujanos atendieron a los heridos, y operaron a los críticos, entre ellos Josh Wonter. Yo permanecí a su lado durante la operación.

Nadie trató de apartarme de allí, pero tuve que hacerlo con el velkik, pues, además de dos cirujanos, estaba Hélokar, el heredero, al que nadie pudo detener de husmear. Realmente me venía siguiendo a mí, y aquella actitud no me entusiasmó en absoluto. El velkik evitaba que el heredero se propasara, pues ya lo hacía solo con las miradas.

Elantiokena se percató de todo lo que estaba ocurriendo, pues además de mi narración de los hechos en el palacio, Diekar, y el resto de sirvientes, habían dado su versión. La intuición de mi hermana superior fue suficiente para darse cuenta de que yo corría peligro.

Probablemente Hélokar no fuera peligroso en sí. Era conocido por su nobleza, su espíritu entusiasta y su generosidad. Pero también por su incapacidad para mostrarse decoroso, como exigía su posición, y era del todo imprudente, no ocultando lo que lo apasionaba, aunque sus muestras de interés y actuaciones fueran contra las costumbres iljenikas. El eikán se desesperaba con él, por ser irrefrenable.

Yo acababa de entrar en su lista de cosas que le entusiasmaban, y no lo retenía el hecho de que yo fuera jukar, una sacerdotisa que debía ser intocable. Al parecer su piedad no era la misma que la del resto de iljenikos, y no temía a los dioses al desear a una mujer que le estaba prohibido incluso mirar.

Yo traté de concentrarme en la recuperación del capitán, e ignoré por completo al heredero, que decía acudir por curiosidad y para conocer el estado del templo y los heridos. Pretendía, además, ser el interlocutor entre las autoridades, las jukar y los supervivientes.

Nadie pudo oponerse, primero porque era el heredero, y segundo porque sus argumentos eran incuestionables. Elantiokena se sentía aliviada al saber que la misma corona se tomaba la molestia de involucrarse hasta ese extremo, pero, por otro lado, empezó a temer por mí.

Hélokar era como una sombra en el Templo de las Jurkas, pues se adentraba en él con absoluta impunidad, y nadie se atrevió nunca a detenerlo, aunque era permanentemente vigilado.

Elantiokena había decidido no intervenir, pues de su implicación dependía nuestra supervivencia, y su propia posición, puesta en tela de juicio por agredir a la ikai, acto castigado con el destierro.

El heredero, en verdad, y esto me lo confesaría él después, sentía una enorme curiosidad (con nula devoción), por todo lo que tenía que ver con las jukar. Por lo menos tuvo la cortesía de solo llegar hasta donde la decencia permitía, por lo que nunca llegó allá donde nos incomodara o los lugares sagrados para nosotras.

Tampoco se alejaría mucho, pues siempre iba buscándome a mí. Probablemente, dada su despierta y curiosa mente, lo que pretendía era saber más sobre la mujer que lo tenía fascinado, es decir, yo misma.

Nunca fue impertinente ni se sobrepasó conmigo, siendo su respeto máximo, pero con una actitud intensa, desenfadada, siempre pendiente. A veces aparecía a mi lado de forma repentina, asustándome, para después reírse de mis reacciones indignadas. Gracias al velkik que yo siempre llevaba, mis sonrojos y furtivas sonrisas, así como enfados y hastíos fingidos, pasaban desapercibidos.

Hélokar era capaz de arrancarme la sonrisa tan rápido como me hacía sonrojar con sus insinuaciones, siempre descaradas, aunque privadas, locuaces y hasta ingenuas.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora