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Como Eder me prometiera, en nuestro viaje de novios fuimos a Iljenike, dos semanas después de la boda, a bordo de uno de sus barcos, de nombre El Renacido, el mismo con el que nos trasladamos del continente a las islas.

Era un barco pequeño, muy rápido y seguro, de bajo calado, ideal para las traicioneras aguas de Iljenike. Se había construido para el transporte de pocas mercancías, tripulación y viajeros. Era casi la nave personal de Ruan Yuris, con la que se trasladaba. Siempre me llamó la atención su nombre, y me sorprendió que nadie se preguntara el porqué de ese título.

El viaje desde la Isla de Trega hasta la de Iljenike nos tomó cinco semanas, dada la lejanía de mi isla de origen. El viaje fue placentero, con un episodio de temporal hacia el final, pero con Eder como capitán, el gran pirata del archipiélago, no temí nada.

La caza de piratas se mantenía en auge, pues la piratería era un negocio rentable, aunque no duraría eternamente. Todos conocían El Renacido como la nave de Eder, por lo que no osarían atacarnos, ni los piratas, ni sus perseguidores. Él ya no era pirata, pero se había ganado su sitio en el olimpo de los de su clase. De hecho, tal era el respeto, que nunca rebelaron que Ruan Yuris era Eder "el largo".

Aunque, realmente, solo estaba siendo buscado por el imperio de Fronsta, que por aquel entonces estaba sumido en una crisis, y con la muerte de Josh, la persecución de piratas era ya más laxa. Resultaba paradójico que yo, la viuda del gran almirante de Las Oceánicas, fuera ahora la mujer del pirata al que más odió y persiguió.

—Ahí la tienes, preciosa —me dijo Eder, desde el castillo de proa, señalando la isla.

Mi corazón se removió en mi pecho cuando vi su perfecta silueta, con el enorme volcán de Fekirl en su centro, y toda la isla a su alrededor, cayendo hacia el mar en suaves pendientes verdes, como una falda que creara una circunferencia exacta en su base, donde besaba las aguas del mar, en algunas zonas con acantilados pronunciados, en su cara sur, y suaves playas en su cara norte, donde se encontraba Ilje, la capital.

El tiempo era apacible, soleado, templado, húmedo, con ligera brisa, el clima que yo tan bien conocía y que siempre definió la cultura y la personalidad de los iljenikos, mis vecinos, mis ancestros.

Cuando nos aproximamos a la isla, El Renacido tuvo que quedarse a tres millas, pues la alta barrera de corales, no permitía que ninguna nave grande se acercara. De hecho, a nuestro paso, veíamos barcos más grandes teniendo que quedarse más atrás que nosotros, que fuimos los que más cerca pudimos echar el ancla.

Observé que existía un servicio de keikos que transportaba a pasajeros y mercancías desde los barcos hasta el puerto de Ilje. Me di cuenta entonces, que todos los remeros y encargados de esos keikos eran iljenikos. Me estremecí de impresión.

Nos montamos en uno, que se aproximó hasta nosotros. Eder pagó el servicio y nos trasladaron hasta la ciudad, lo que nos llevó casi dos horas. No me reconocieron como una de los suyos, lo cual me entristeció.

En ese tiempo, Eder, siempre resuelto, comenzó a recabar información sobre la isla, el puerto, su gente y su estado. Tenía el don de ganarse la confianza de todos y conseguir lo que buscaba sin mayores esfuerzos. Yo me mantuve sentada, estremecida por la impresión y los recuerdos.

—La isla la gobierna un tal Hueln Dan, con bandera ucolena —me dijo Eder, sentándose junto a mí, cogiéndome la mano, lo cual agradecí, pues estaba muy inquieta—. Dice uno de los tuyos que no es mal gobernante, pero que nada es como antes.

—Han pasado más de trece años desde la invasión, pero el recuerdo de la pérdida es demasiado reciente —razoné dolida, y pensé automáticamente en Hélokar.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora