Hélokar se había marchado empujado por sus obligaciones como heredero, y no pude más que darle la razón en lo relativo a nuestra incapacidad para decidir lo que queríamos hacer. Se nos había impuesto una vida de deber no elegido.
Recordaba las palabras del capitán cuando dijo que se marchaba porque lo llamaba el deber, pero el suyo era uno elegido. Él había podido elegir su ruta, aunque fuera a causa de terribles circunstancias, pero estaba comprometido con su deber por propia determinación.
Nosotros, Hélokar y yo, estábamos obligados a comprometernos con ese deber, porque era lo que había que hacer en esa isla. Cómo la odié después de la última conversación antes de su marcha. Empecé a dejar de ser un ser melancólico, como me había descrito Hélokar, para ser una criatura rabiosa, molesta con la vida y con los dioses.
No por eso abandoné mi misión como ikálika sanadora, pues los fieles no tenían la culpa de nada, pero sí estaba molesta con la institución de las jukar. Comencé a aislarme cada vez más, a encerrarme en mi agonía interna mientras desesperaba por la vuelta de Hélokar, al que echaba terriblemente de menos.
—Otra vez eres demasiado transparente, Casíoke. Aprende a ocultar tus emociones si no quieres dar pistas a tus enemigos —me dijo Elantiokena, en una mañana que me pidió dar un paseo después del desayuno.
—¿Qué me importa lo que piensen mis enemigos?
—Ahora nada, pero en el futuro podría perjudicarte lo que descubran de ti —me advirtió, con su habitual calma.
—¿Qué pueden descubrir?
—Tu humor, curiosamente, oscila en función de las actividades del heredero, y no soy la única consciente de esto —dijo. La miré alarmada.
—¿Lo saben?
—Solo Kirea y yo, que, como tu sirvienta, fue la que me informó, preocupada, de que habías comenzado con extrañas rutinas, desapareciendo durante horas —me contaba mi hermana superior—. Yo no necesité más para atar los cabos. La actitud de Hélokar también es errática en las mismas fechas e idénticos periodos de tiempo.
—Lo amo —confesé sin esconderme, antes que negarlo. A Elantiokena era imposible ocultarle nada.
—Lo sé.
—Es verdad, ya lo pronosticaste —suspiré.
—¿Qué esperas?
—Odio mi situación, como él odia la suya. Cuando sea eikán cambiarán las cosas.
—No te creas las promesas de quien no sabe si podrá cumplirlas.
—Él lo hará, conoces su determinación y su visión.
—Querrás decir su contumacia —advirtió alzando las cejas.
—Eso es lo que tú piensas —contesté molesta.
—No voy a detenerte Casíoke, sé que todo esto no es casual. Los acontecimientos históricos arrastran al colectivo, y a los que serán protagonistas, en lo individual —explicaba. La miré sin comprender—. Vuestra actitud, y el hecho de que estéis juntos, que seáis tan parecidos y estéis tan resueltos a cambiar las cosas, es un anticipo de lo que viene. Solo espero que estés a la altura, y no te dejes llevar solo por los sentimientos juveniles.
—No me he entregado a él —dije, para evitar cualquier suspicacia sobre mi responsabilidad.
—Da igual que lo hagas, Casíoke. El valor de tu virtud lo determinas tú, como mujer dueña de su cuerpo. No permitas que lo haga esta corrupta institución —contestó, dejándome perpleja—. Pero cualquier decisión que tomes en tu vida, Casíoke, hazlo con consciencia, y no desde el capricho infantil. Escucha a tu corazón, y habla con tu mente, no al contrario.
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La última sacerdotisa --COMPLETA--
RomansaCasíoke había nacido para ser sacerdotisa en un templo ancestral, en una isla tan lejos del mundo, que ella no se imaginaba otro posible, hasta que un naufragio junto a las costas de su hogar la llevaría a salvar al hombre que le estaba prohibido, c...