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El viaje hasta Houluke se hizo lento, pues éramos muchos, cerca de dos mil personas entre las que salíamos del templo y las que se nos fueron uniendo en el camino hacia el nuevo asentamiento.

Íbamos, además, cargados con todo lo que nos pudiera servir para comenzar una nueva vida, y con todos los recuerdos posibles de la anterior, la que dejábamos atrás por obligación, amenazados. Parecía una enorme procesión, una inevitable peregrinación hacia la supervivencia.

El tiempo acompañó, como lo hacía siempre en esa isla de clima templado y mayormente soleado, con solo dos periodos al año de intensas lluvias, que en ese momento no tocaban.

Nos despedíamos de todos aquellos que quedaban atrás voluntariamente, pues muchos eran los que se negaban a dejar sus tierras, hogares y costumbres a pesar de la amenaza de los invasores.

Admiré a todas aquellas jóvenes que se atrevían a encarar lo que más temían los iljenikos: los abusos físicos, pues en nuestra cultura no existía tal cosa. Los casos eran mínimos y se condenaban con el destierro.

La peor parte del viaje fue la entrada en la selva, pues tendríamos que cruzar sesenta kilómetros de espesa vegetación, con un calor muy húmedo, y sin un camino definido, pues este se había evitado para no dar pistas a los invasores de nuestra huida hacia el interior. Nos tomó más de una jornada cruzarlo, y se hizo verdaderamente penoso, pero nuestro coraje lo vencía todo, como lo hacía nuestro sentido de comunidad.

Los últimos treinta kilómetros eran de escarpada subida, pero, anteriormente, se había creado un sistema de poleas y cuerdas que subían el equipaje y las mercancías a través de fuerza humana, como se hacía en las construcciones, por lo que, aunque agotados por el camino, pudimos subir los últimos complicados kilómetros, libres de carga, que subiría poco a poco con ese mecanismo de transporte.

Cuando llegamos al asentamiento, nos recibían cerca de doscientas mil personas, que ya estaban allí, en lo que se había convertido en una gran ciudad en ciernes, encaramada a las faldas del volcán y sus montañas, entre la densa vegetación, y construida en terrazas ascendentes, de momento muy rudimentarias. Todo estaba muy bosquejado, con tanto por construir que se hacía inconmensurable solo pensarlo, pero se estaba haciendo.

Hélokar había pensado en todo. Hasta allí se habían trasladado artesanos, constructores, albañiles, carpinteros, así como personas de todas las ramas del saber iljeniko, para asegurar que en ese asentamiento no faltaría de nada para que fuera completamente autónomo.

Tenía su espacio para un nuevo templo, un mercado, terrazas para zonas de cultivo y cuidado de animales, que tendríamos que readaptar, así como manantiales subterráneos que poco a poco se iban canalizando para llevar el agua a todas las partes del asentamiento. Todo eso en menos de un año, pero quedaba tanto...

Cuando acabábamos de llegar, felices pero agotados, ocurrió lo impensable, la peor de las noticias, el más temido de los vaticinios.

La sangre se detuvo en mis venas, como lo hizo el corazón de todos, y se congeló el movimiento por completo. Se escuchó el sonido lento, profundo y melancólico de los kúos, nuestros tambores que daban la alarma en la isla.

El sonido que emitían producía un eco tan sonoro, que llegaba al siguiente punto de alarma a gran velocidad y claramente, aunque, posiblemente, al nuestro fue al último punto al que llegó la terrible nueva: los invasores estaban llegando a la isla.

Todavía nos habían concedido una semana antes de su desembarco y después de su avistamiento, probablemente midiendo los riesgos de aventurarse en una isla desconocida sin armamento pesado y siendo muy pocos.

Miré a mis hermanas, y sin decir nada, todas nos obligamos a mostrar calma y seguridad. Ese asentamiento nos estaba esperando especialmente a nosotras, por lo que, todos lo que estuvieron a nuestro alrededor, nos miraron, esperando consuelo.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora