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Ser elegida como jukar era un gran honor para una familia iljenika.

Yo solo tenía doce años cuando fui llamada para cumplir ese papel en el seno de mi familia, para vivir como una jukar, una sacerdotisa del Templo de las Jurkas, protectoras de la isla. Cuando tienes esa edad, y te convencen de que eres una privilegiada por el hecho de representar tan alto cometido para tu pueblo, te llenas de orgullo, y la ingenua vanidad de la niñez te lleva a ser en exceso confiada.

Yo no temía nada. Me sentía tan feliz con mi destino, que solo estaba deseando entrar al templo.

Únicamente las niñas de familias honorables que hubieran nacido con la Luna Llena de la Sirena, eran llamadas para ejercer de intermediarias entre las divinidades marinas y las terrenales, pues, para mi pueblo, eran dos realidades completamente distintas que debían convivir en armonía para la supervivencia de los mortales.

Para que me entendáis, y comprendáis la importancia de nuestro papel, aun siendo mortales, debo explicaros que existía un amplio panteón de dioses, donde se distinguía entre las divinidades terrenales y las marinas, dos facciones enfrentadas entre ellas. Nuestra misión era la de interceder por los mortales, para no vernos envueltos en sus conflictos, ya que venerábamos a todos, buscando su favor. Las jurkas, en su noble y mágica misión, debían satisfacerlos a todos por igual.

Hasta el momento de mi ceremonia de acceso al templo, había crecido siendo la segunda hija de mis padres, y la última. Solo tenía un hermano mayor, Kirl, al que adoraba; el que más me consintió hasta mis doce años.

Desde mi nacimiento se supo cuál sería mi papel en la sociedad iljenika, por lo que se me educó en consecuencia. Durante la infancia, todo se ve como algo normal; no hay maldad, no hay error, todo lo que los padres mandan, es lo que se debe hacer, lo correcto, y no se cuestiona.

Hoy, como madre, me doy cuenta de que no tuve infancia, aunque gocé de todas la comodidades y privilegios a los que podía aspirar una niña de mi clase. Pues sí, como en el resto del mundo, fuera del inmenso archipiélago de Las Oceánicas, y en ellas, existía una distinción de clases de la que Iljenike, mi isla, no estaba exenta.

Fui una niña sana, preciosa, despierta, curiosa, buena, pero también vanidosa, orgullosa y en ocasiones caprichosa, pues mi protagonismo como futura jukar me hacía sentirme superior a mis semejantes. De hecho, era bien conocida en toda la isla.

En el año del Ocaso, fui la única niña nacida en la Luna Llena de la Sirena, y la primera después de una década. Algo inusual. Nunca me habría imaginado que también supondría ser la última jukar viva.

Crecí rodeada de lujos, pero también de exigentes compromisos. Desde la tierna infancia me obligaron a leer los escritos de mi pueblo, hasta casi relatarlos de memoria. Aprendí el canto de las sirenas, a tocar los instrumentos de los dioses del mar, y de los dioses de la tierra. Me enseñaron, muy tempranamente, la lengua común del archipiélago, la que todos los pueblos de Ghikhanila emplean para el comercio. Posteriormente, los conquistadores la llamaron "la lengua comercial", con la que aprendimos a comunicarnos con ellos, pues evolucionó hacia una mezcla de la suya y la nuestra.

Yo me preguntaba entonces de qué me serviría aprender esa lengua, cuando una jukar no salía jamás del templo, su cárcel, su jaula de oro, donde vivía su clausura para dedicar sus días enteramente a la oración, el estudio, los rituales, las bendiciones, y el oráculo.

Sin embargo, después de todo lo que le ocurriera a mi pueblo, conocer esa lengua me ayudó a sobrevivir. Nunca desprecies lo que puedes aprender, pues nunca sabes cuándo puede ser necesario ese conocimiento.

El día de la ceremonia de acceso al templo, yo era la única niña. Siempre se celebraba el acontecimiento, por todos esperado, el mismo día de la Luna Llena de la Sirena, por lo tanto, el día de mi doce cumpleaños.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora