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Mi relación con mi padre había terminado el día que yo entré en el Templo de las Jurkas como nueva sacerdotisa, cuando tenía doce años, por lo que habían pasado ocho años desde la última vez que lo viera.

Ocho años no habían sido suficientes para olvidar el rencor que me causó el abandono y la traición que sentí cuando mis padres me entregaron al templo, a pesar de saber lo que iba a vivir su hija allí.

La humillación, la soledad, la rabia, el desconcierto, la desesperanza, la incomprensión, y el miedo que esa niña experimentó, salieron en torrente en ese momento, pero os juro que no lo mostré. Sin embargo, lo sentí claramente crecer, como la pleamar, en mi interior, la dolorosa emoción del rencor más profundo. No sé cómo no me ahogué en ese instante.

Verlo allí, entre los hombres de los que yo me estaba avergonzando, me hizo desear la destrucción de la isla. Mi padre sabía lo que estábamos pasando las jukar, lo que estábamos demostrando, y él, como miembro de los Sabios de Iljenike, no había hecho nada. No estaba haciendo nada por su hija. ¡Nada!

—¿Te avergüenzo, padre? —le pregunté, respondiendo a su dura mirada, con la misma furia—. ¿Tu hija, que ha vivido lo inenarrable para convertirse en una ikálika sanadora?

—Cálmate y tápate —me ordenó.

Yo sonreí, burlona. Me sentía tan poderosa...

Hoy os digo, que ese valor insumiso era el propio de una joven de veinte años, altiva e ingenua. No he vuelto a hallar ese coraje en mi vida. Momentos de valor semejantes, sí, pero esa encendida furia, implacable, nunca más. Uno se va dando cuenta, con la edad, que los torbellinos de coraje movidos por el odio y el dolor, no llevan a ninguna parte.

—Padre, yo me avergüenzo de ti, por no tener el coraje de acudir en auxilio de tu hija.

—No es en auxilio de las jukar lo que se nos exige, sino de los invasores —me respondió.

—No han venido a invadir. Han sido aniquilados y arrastrados por las fuerzas naturales, y nosotras, hemos acudido en su auxilio —corregí—. No manipuléis el discurso. Es hora de ser valientes, como yo lo estoy siendo, y si eso no te hace sentir orgulloso, pero sí que me humillaran con doce años, entonces, no poseemos los mismos conceptos de grandeza humana, padre.

—Te estás humillando sola —respondió, imperturbable pero furioso.

—Os habéis aprovechado de nuestra influencia y poder —proseguí, sin responderle, mirando a todos los de la mesa—, para manteneros en vuestros sillones, mientras nos pagabais para manipular las mentes de nuestros fieles, vuestros súbditos, mi pueblo.

"Hemos vivido al servicio de esta isla por generaciones incontables, mujeres que hemos sacrificado, no por propia voluntad, nuestra libertad, nuestros sueños, nuestro tiempo, para que vosotros siguierais en vuestra posición. Pero nuestro es el poder para cambiar las cosas, pues gracias a vuestro empeño, la devoción moverá los corazones de las gentes, antes que vuestras órdenes.

"Tenéis, además, la poca decencia de ponernos contra la pared, y obligarnos a ser nosotras las que acabemos con las vidas de los que hemos salvado, porque no queréis mancharos las manos con su sangre, dejándonos todo el peso de la responsabilidad. Cobardes.

—Deja de insultarnos, niña —masculló otro de ellos.

—Ahora soy una niña sin voz, pero cuando os convenga, tendré que ser de nuevo la ikálika sanadora.

—¿Qué proponen las sacerdotisas? —preguntó entonces un joven. Su intervención me sobresaltó.

Lo miré extrañada. Se encontraba a mi derecha, de pie y observando lo que ocurría en el salón.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora